La implosión del ‘Gobierno del Cambio’, de la cual el país fue testigo durante el convulso Consejo de Ministros del pasado martes, está lejos de terminar. El punto de fricción de esta profunda crisis, no solo interna por las evidentes fisuras en la estructura del más alto poder del Ejecutivo, también de gobernabilidad por el desconcierto e incertidumbre que semejante caos ha despertado en la ciudadanía, tiene nombre propio: Armando Benedetti.

Han sido tan contundentes como esclarecedores los testimonios de dos funcionarios que dieron un paso al costado para tratar de entender la letra pequeña de este despropósito nacional cohonestado por el mismísimo Petro.

No es casual que los dimitentes coincidan en señalar que el nombramiento del exembajador fue el detonante que vulneró las líneas rojas de su declaración personal de principios, a tal punto que en un acto de absoluta coherencia decidieron marginarse del Gobierno de manera irrevocable, con presteza y sin mirar atrás.

Resolución que habla bien de su lógica humanista. Porque se puede estar o no de acuerdo con la ideología política de la actual administración, pero de ahí a traicionar los valores que sustentan la propia dignidad para aferrarse al poder eso equivale a darse un tiro en el pie.

Jorge Rojas, quien estuvo seis días al frente del Dapre, le anticipó al presidente el tsunami político que se avecinaba con la designación de Benedetti como jefe de despacho. Cargo que a su juicio limita la interlocución del mandatario con su gabinete y concentra un poder excesivo que, dependiendo de quién lo ejerza, puede generar efectos positivos o perversos. Sin duda, el escudero por décadas de Petro sabía de lo que hablaba, pero no fue escuchado.

Juan David Correa, quien hasta el miércoles estuvo al frente del Ministerio de Cultura, fue aún más directo. Su visión del cambio cultural y social que abraza más equidad y respeto para todos le impide –dijo– trabajar con un “maltratador de mujeres”, seriamente cuestionado en ese y otros asuntos relacionados con su honestidad e integridad personal. Así que, antes de entrar en contradicción consigo mismo o de desobedecer a Petro, determinó marcharse.

Resignificando la histórica frase expresada por uno de los líderes de la Revolución Francesa, decapitado por quien era su amigo y compañero de lucha: “Es de temer que la revolución, como Saturno, acabará devorando a sus propios hijos”, el jefe de Estado se fue lanza en ristre contra sus exfuncionarios, especialmente contra Rojas, del que señaló: “Por poco acaba el Gobierno”. Petro nunca defrauda.

De forma consciente e intencional enmascara su incapacidad de tolerar opiniones distintas o contrarias a su verdad revelada, también de liderar el rumbo de la nación, descalificando, cuando no desacreditando a quien le discrepe.

Eso mismo fue lo que intentó hacer durante el televisado Consejo de Ministros. Lanzó un ataque directo contra su gabinete para mostrar autoridad, desviar la atención de sus errores de dirección y cerrar filas en torno a la defensa de su retornado operador político de cara al 2026. Le salió el tiro por la culata. Porque por un lado le estalló en la cara la inconformidad colectiva de quienes se resisten a aceptar la imposición de Benedetti como el nuevo mandamás de la Casa de Nariño, luego del traslado de Sarabia a la Cancillería. Apenas un enroque de los considerados outsiders de la izquierda.

Y por el otro, quedaron al descubierto las desgastadas costuras del proyecto político del cambio que a poco menos de 18 meses para finalizar el mandato de su histórico ascenso al poder aún sigue deshojando margaritas sobre sus derroteros, sin brújula, e incluso encallando en las turbulentas aguas de sus propias equivocaciones y camino al abismo de lo insustancial. Un naufragio suicida.

Sin éxito, Petro intenta acallar las voces de sus críticos, a los que tilda de sectarios y acusa de armarle sindicato, olvidando que no hay peor cuña que la del mismo palo. Cabría suponer que su decisión de atornillar a Benedetti en el cargo, inclusive luego de que la Corte Suprema de Justicia lo llamara a juicio por corrupción, se soporta en una estrategia para evitar que la cosa empeore. Por ahora reorganiza la casa, cubre vacantes, lo indispensable.

Pero eso no le garantiza que tenga contentos a los devotos del progresismo que siguen sin comprender por qué Petro revienta su círculo de confianza para ser esclavo de quien no los representa. Esta insubordinación en el seno del Ejecutivo deja la desoladora sensación de que el Gobierno, al que ya se le notó frágil, contradictorio o dubitativo ante las crisis del Catatumbo y con Estados Unidos, ha perdido el control del país por su incapacidad de garantizar estabilidad política e institucional, ser efectivo en la toma de decisiones y en administrar.

Nadie debería sentirse complacido por ello. Al margen de la confrontación sangrante en el interior del petrismo, inducida por su mesías, el riesgo de daños para Colombia cotiza al alza. Ante la incertidumbre, unidad de los demócratas por el bien común.