Once focos activos de conflicto por combates entre organizaciones armadas ilegales tienen a buena parte del país convertida en un campo de batalla. La actual radiografía de la guerra elaborada por la Defensoría del Pueblo es desesperanzadora, pero cierta e incontrovertible. Por eso no es aventurado afirmar que son millones de colombianos los que deben enfrentar a diario los dolorosos impactos de esta renovada ola de extrema violencia que desnudó la ausencia de control estatal en zonas donde los grupos al margen de la ley actúan u operan con rampante impunidad. Ahí está la escalofriante crisis del Catatumbo que más de un mes después de haber estallado aún no logra ser contenida ni mucho menos superada, como constata el penoso conteo de las víctimas, entre ellas más de 85 mil personas desplazadas, confinadas o con movilidad restringida. ¡La peor tragedia humanitaria que el país recuerde!
Y no pasa nada. A quién se le pide cuentas si el ministro de Defensa renunció, el cargo está vacante, Petro no designa reemplazo o no encuentra quien le acepte el puesto. Todo en un momento de absoluto desorden en materia de seguridad nacional debido a la tan advertida como desatendida expansión de los ilegales, consecuencia de las generosas concesiones de la paz total, que con sus fallidos e improvisados ceses al fuego les abonaron el camino para fortalecer su accionar criminal e influencia territorial. Pues se equivocaron de cabo a rabo.
El resto de la historia es de Perogrullo. Esta feroz disputa por el control de las rentas ilícitas consolidó durante los últimos tres años complejos e irresolubles conflictos regionales en los que unos y otros se matan entre sí, cuando no tejen alianzas estratégicas para contener a sus enemigos comunes. Y así la lógica de la muerte le gana espacio a la razón sin que el Estado encuentre una estrategia coherente para ponerle freno a la barbarie que se ensaña de forma desproporcionada con comunidades campesinas, afrocolombianas e indígenas y menores de edad. Estos últimos reclutados a la fuerza para ser carne de cañón de la bestia.
Si bien es cierto que el liderazgo catatónico e incapaz del ministro Iván Velásquez en asuntos de defensa le imposibilitó vertebrar políticas territoriales de seguridad que ofrecieran una respuesta eficaz a los nuevos desafíos de las guerras declaradas entre estructuras armadas, también lo es que el Gobierno, nada distinto a la cerrazón de Petro con su deslegitimada paz total, lo dejó a la deriva y sin opciones de diseñar ni articular directrices para proteger a los civiles de la voracidad depredadora de una decena de grupos armados ilegales u organizaciones criminales carentes de todo sentido de humanidad, pese a ser parte de mesas de diálogo e incluso de negociación, en los casos del ELN y las disidencias de las Farc.
En una nación donde los armados ilegales ya hacen presencia en 809 municipios, el 73 % del total, no extraña que las emergencias humanitarias se multipliquen por tantos ciclos de violencia inacabados que se retroalimentan entre sí. Es el sinvivir cotidiano en zonas de Nariño, Cauca, la zona del Pacífico del Valle del Cauca, Antioquia, la Sierra Nevada de Santa Marta, la Serranía del Perijá, el Magdalena Medio, Arauca, Meta, Guaviare, el sur de Córdoba, Buenaventura, Tolima, Putumayo, Chocó, donde el ELN decretó un nuevo paro armado, y el sur de Bolívar, escenario –como lo documentó EL HERALDO– de una pugna entre el ELN, Clan del Golfo y disidencias de Farc. Estos dos los últimos en arribar a la zona.
Detrás de las violencias de actores reciclados de guerras aún vigentes aparecen las luchas por el dominio de la minería ilegal, los corredores estratégicos del narcotráfico, la extorsión y demás economías ilícitas. Sin duda, la mutación de la guerra ha provocado reacomodos, fraccionamientos, expansiones y rupturas de pactos de coexistencia, pero al final lo que manda es la plata, en tanto el carácter político de la lucha armada quedó atrás, en el pasado.
El temor por nuevos Catatumbos cunde en distintas regiones del país ante la incompetencia de un Estado que ni siquiera ha sido capaz de articular aún una estrategia de control para El Plateado, Cauca, como lo admitió Velásquez en el anárquico consejo de ministros. Banalizar o minimizar el daño que la violencia le hace a la gente solo aumenta el descrédito de un gobierno incoherente que no sabe cómo priorizar lo fundamental: la vida misma. El tiempo se agota. No ahonden más el vacío de autoridad que solo nos conduce a un caos peor.