En el argot del Caribe colombiano, el chacho es quien manda o el que se las sabe todas; en el diccionario de los colombianismos aparece como una persona jactanciosa, arrogante, que presume de su poder o del dinero que posee. Por la ovación recibida hace unos días en la presentación del gabinete de Gustavo Petro en el teatro Delia Zapata Olivella, atiborrado de las bases del oficialismo, al ministro del Interior, Armando Benedetti, quien también ejerce como el jefe de despacho de la Presidencia, este apelativo le cae como anillo al dedo.

Para bien o para mal, el barranquillero ha sido uno de los políticos más persuasivos de las últimas dos décadas. Posee una pasmosa habilidad para sortear o encajar señalamientos, procesos judiciales, adicciones, derrotas, triunfos y dar giros radicales vocacionales e ideológicos, al término de los cuales siempre ha caído de pie. Sin ruborizarse, Benedetti ha militado a lo largo de su carrera en el uribismo, el santismo y ahora en el petrismo. Tremendo.

Nadie como él concentra la atención en un momento de extrema complejidad para el actual Ejecutivo. En la cuenta regresiva del final de su mandato, que acusa un rosario de misterios dolorosos por un marcado desgaste, debido a sus choques o disputas internas, las serias dificultades de gobernabilidad que le han imposibilitado resolver urgencias ciudadanas, el distanciamiento con el Congreso donde sus reformas sociales estaban estancadas y las tensas relaciones con las altas cortes, Benedetti aparece como el as bajo la manga de Petro.

Sobre sus hombros, casi nada, el peso de una administración en deuda que en su colofón le urge salir del marasmo para cumplir con su programa de gobierno, mostrar resultados o ejecutorias, sacar adelante su agenda reformista y, cómo no, construir una coalición de fuerzas, lo que él mismo ha venido a llamar un frente amplio, para retener el poder en 2026.

Echar a andar los mecanismos de la política transaccional hilvanando alianzas con distintos sectores a cambio de puestos, dádivas u otros recursos de poder para garantizar una supuesta representatividad, en aras de la pluralidad, es una de sus especialidades. Lo de azuzar el movimiento popular o agitar la calle, demandada por Petro para presionar a los poderes Legislativo y Judicial y sacar réditos electorales, lo dejará en manos de los activistas.

A pesar de sus diferencias con la canciller Sarabia, su otrora pupila, la desconfianza que genera en algunas toldas del petrismo, que lo mastican pero no lo tragan, y del rechazo de sectores independientes y de oposición, sobre todo de ciertas parlamentarias mujeres que le gritaron “fuera” en su primera visita al Congreso; o de asuntos pendientes con la justicia que lo investiga en varias causas, sus actos hablan de un triunfal regreso a la primera línea de la política. La aprobación en Cámara de la reforma a la salud lo confirma. Luce imbatible.

La razón es obvia: Benedetti es la piedra angular de los proyectos de Petro. Lo necesita y confía ciegamente en él. Ser un avezado operador político que conoce al derecho y al revés al Congreso y a quienes lo integran le otorga un teflón inestimable. Por eso se erigió en el principal sostén del jefe de Estado en la campaña de 2022 en materia de sumar respaldos políticos y conseguir financiación, lo que de hecho desencadenó su primer escándalo en el Gobierno al amenazar con revelar supuestas irregularidades. De ahí que su permanencia en el Ejecutivo esté asegurada, en virtud de lo que sabe sobre el ascenso al poder del petrismo.

Ya quisiera Gustavo Bolívar o el movimiento feminista del progresismo que Petro los validara tanto como lo hace con Benedetti, su más eficaz intermediario con el Legislativo. Votos son amores y no buenas razones, de cara al 2026, en el propósito de articular fuerzas de izquierda con disidencias de partidos tradicionales para instalarse en la segunda vuelta. Jugada maestra en la que Petro solo se fía de este hombre para recabar los avales que le aseguren mayorías en el Congreso y cuatro años más de gobierno, así sea en cuerpo ajeno.