Fue una salida inesperada o desesperada. El presidente Petro anunció consulta popular y movilización social en defensa de su agenda reformista. Lo hizo después de acusar al Congreso de “bloqueo institucional” y de arremeter en términos desobligantes, impropios de su dignidad como jefe de Estado, contra los ocho legisladores de la Comisión Séptima del Senado que han pedido archivar la ponencia de la laboral que finalmente se discutirá y votará el día martes, coincidiendo con la jornada de convocatoria de las marchas en el país.
A juicio del mandatario, el ejercicio de las competencias institucionales del Congreso, que en función de su autonomía e independencia decide sobre una iniciativa gubernamental, en este caso firmando ponencia negativa para hundirla, es una suerte de “dictadura” contra el voto popular que lo catapultó al poder en 2022, luego del estallido social de un año atrás.
Su sobreactuada retórica populista, rica en histrionismo, con la que ahora exhorta a la lucha de clases hablando de traición, esclavismo, e incluso citando pasajes bíblicos, podría parecer coherente para certificar la acuciante necesidad de reformar el sistema laboral colombiano. Sobre todo, en el interés de dignificar las condiciones de los trabajadores, en particular de quienes sobreviven en el vaivén de la informalidad. No obstante, ¿por qué debe hacerse vía consulta popular? Es decir, ¿justifica gastarse un cojonal de plata -más de medio billón de pesos, se calcula- en un proceso electoral en medio de una crisis de estrechez fiscal que le exige a lo público, privado, también a las familias, máxima austeridad? Parece un desatino.
Pero el Ejecutivo insiste, a través de su ministro del Interior, Armando Benedetti, que el propósito es que la ciudadanía se pronuncie sobre si quiere o no el reconocimiento de sus derechos laborales. Y entonces cabe preguntarse, ¿esta es una consulta realmente para responder a las necesidades de la gente? O ¿es un termómetro para medir en las urnas la salud del proyecto político del progresismo que hizo implosión durante el abrupto consejo de ministros de hace unas semanas, el cual derivó en rupturas y una escalada de dimisiones?
Por supuesto que el Gobierno tiene todo el derecho de acudir a un mecanismo de participación ciudadana previsto en la Constitución de 1991, pero eso no significa que sea lo más conveniente ni oportuno. Lo que sería realmente razonable, congruente con la agitada realidad nacional, es que el Ejecutivo pacte o alcance acuerdos con los partidos políticos para poner en marcha las soluciones que demandan los colombianos, hartos como están de no tener garantizada calidad en salud o puestos de trabajo formales, con derechos.
Es así como funciona una democracia sana, en la que se puede disentir desde la solidez de los argumentos, sin demagogia ni populismo. Cuando existe consenso político, no hace falta recurrir a presiones o amenazas, ni a métodos de manipulación colectiva por los que circulan ríos de desinformación, tampoco activar la persecución de ciertas entidades oficiales reconvertidas en una especie de policía política. Se equivoca el Gobierno si trata de hacer de la consulta un sucedáneo del Legislativo. Razones de peso desmontan cualquier tesis en ese sentido. Una de ellas es que si la consulta logra el umbral y sale avante, su contenido, o lo que es lo mismo, las preguntas aprobadas, debe ser convertido en leyes por el Congreso. No existe una forma distinta. La independencia de poderes no pelea con nadie.
Aparte del carácter accesorio de la consulta, su mero anuncio ya metió de lleno al país en la trinchera de la campaña electoral del 2026. Escenario convulso que podría conducir al Gobierno a relegar de sus prioridades demandas ciudadanas que hasta ahora no ha sido capaz de solventar. Es ingenuo creer que navegaremos en aguas tranquilas durante los próximos meses con la pelotera entre Ejecutivo y Legislativo, confrontaciones políticas por cuotas, movilizaciones revanchistas en las calles y un irrespirable ambiente de desacuerdos.
El jefe de Estado ni sus ministros tienen intención de dar marcha atrás con su costoso e innecesario embeleco. Ante una posible derrota que debilitaría aún más su gobernabilidad con todos sus efectos, Petro dice que no tiene miedo de arriesgarse a que el pueblo decida el destino. Presidente, a lo que no debería tenerle miedo es a gobernar ni a tender puentes con la oposición que sí le ha aprobado reformas e iniciativas legislativas. La teoría de la polarización, en la que tantos confían para ganar elecciones, no siempre es infalible. Tensan la cuerda, mientras los problemas o las crisis se les amontonan y la gente -hastiada de ser manoseada- decide darles la espalda a quienes suelen ser irresponsables, oportunistas, y cortoplacistas. Banalizan la política para, a continuación, renegar de ella. Insufrible cicatería.