Mario Vargas Llosa, el maestro peruano de las letras universales, se ha ido. Cuesta creerlo, aún más expresarlo. Nada más verídico que cuando la condición inexorable de la estoica muerte nos impone la odiosa aceptación de tener que despedir a alguien que ha estado presente en la ruta de generaciones enteras por ser irremplazable reclamo de honestidad intelectual, la orfandad de su ausencia se convierte en un vacío insondable que no tiene sentido alguno intentar llenar porque es una causa perdida, una necedad inconmensurable.

Su vida de idas y vueltas que sumó tantas páginas memorables fue un libro abierto. Nunca antes mejor dicho. Vargas Llosa, el niño amado por su madre, tiranizado por su padre que lo internó en un colegio militar para enmendar su vocación artística, casado primero con una tía política y luego con su prima, desengañado comunista converso en neoliberal, derrotado en las urnas y, ante todo, un defensor a ultranza de las libertades conculcadas por tiranos, ideologías o religiones, se encarnó –siempre que quiso– en los personajes de sus novelas para combatir sus propias desdichas. Inefable acto de valentía que le hacía feliz.

Siendo novelista, ensayista, articulista y, en resumen, escribidor, como él se autodenominó en una de sus icónicas obras autobiográficas, este coloso de la palabra satisfizo a lo largo de su prolífica existencia la insaciable curiosidad literaria que descubrió cuando era apenas un niño. Si escribir fue una “pasión, vicio y maravilla” que lo liberaba, leer fue su salvación. De hecho, reivindicó muchas veces con ardorosa intencionalidad que lo seguiría haciendo hasta que la muerte lo encontrara o se volviera “completamente idiota”. Y pasó lo primero.

En los libros, Vargas Llosa “descubrió que aún en las peores circunstancias hay esperanza y que vale la pena vivir”, tal cual ratificó en su portentoso discurso de recepción del Nobel de Literatura el 7 de diciembre de 2010, en Estocolmo, Suecia, titulado “Elogio de la lectura y la ficción”. Fue un momento cumbre en la azarosa vida del ya consagrado escritor que se dedicó a través de sus excelsas creaciones a hacer posible lo imposible, a vivir para fantasear historias reales o ficciones, cuentos, piezas de teatro, ensayos o reportajes periodísticos. En definitiva, a nutrir con disciplina tenaz, larga paciencia, destreza, estrategia narrativa, heroísmo y épica, una producción literaria grandiosa que constituye su centellante legado.

La partida de Vargas Llosa, por ser su último integrante formal aún presente, también marca el adiós de una era prodigiosa. La del apoteósico ‘boom’ latinoamericano, el movimiento literario, cultural y editorial que revolucionó la narrativa contemporánea entre los años 60 y 70. La riqueza prosística de Julio Cortázar, Carlos Fuentes o Gabriel García Márquez encajaba en esa “forma de insurrección permanente que no admitía camisas de fuerza”, como el peruano concebía a la literatura: “una protesta contra las insuficiencias de la vida”.

En ese trasegar de carencias materiales, porque ambos las tuvieron en sus inicios mientras perfeccionaban el oficio de contar, de ello daba cuenta la agente literaria catalana Carmen Balcells, Vargas Llosa y Gabo coincidieron en 1967 en Barcelona. Su simbiótica relación fue tan intensa como inescrutables las razones de su ruptura que se selló con el puñetazo en el ojo de Gabo, aparentemente por un asunto de índole personal, mas no político. Nimiedades irresolubles, dicen, que derivaron en décadas de categórico silencio mutuo hasta la muerte de Gabo en la Semana Santa de 2014 y la de Vargas Llosa en la de 2025. Hasta en eso las vidas de estos dos descomunales genios de la literatura alcanzan coordenadas compartidas.

Es todo. Ha caído el telón de una vida de leyenda. Se ha marchado una figura esencial de las letras, un espléndido cronista de la realidad, de la suya y la de tantos otros, que fue capaz –más allá de sus diatribas existenciales como referente del pensamiento liberal– de recrear como pocos la “cartografía de las estructuras de poder” y de ofrecer “mordaces imágenes de la resistencia, la revuelta y la derrota del individuo” en sus obras que nos quedan para la historia. Así lo describió la Academia de la Lengua cuando lo premió. Así lo evoca ahora.

Cada quien hará lo propio, pero más allá de inquinas o afectos por sus miradas políticas e ideológicas, Vargas Llosa, el creador terrenal y eterno, nos enseñó a través de sus letras “a seguir soñando, leyendo y escribiendo… para aliviar nuestra condición perecedera” y transformar la mediocre realidad de historia inconclusa que arrastramos. Gracias maestro.