La gobernanza criminal de estructuras armadas con presencia en el Caribe colombiano se expande de manera acelerada. Subregiones como el norte del Cesar, la Sierra Nevada de Santa Marta o el sur de Bolívar son a diario escenarios de sangrientas disputas entre grupos ilegales en confrontación permanente por el dominio de corredores estratégicos y del catálogo de rentas ilícitas, con el que buscan asegurarse absoluto control territorial y social.

Aunque este fenómeno no es nuevo, la permisividad o tolerancia excesiva con la insurgencia política, en el caso de la fallida negociación con el ELN, o con herederos del paramilitarismo que pidieron pista en la política de la paz total, como el ‘Clan del Golfo’ y las Autodefensas Conquistadoras de la Sierra Nevada (ACSN), configuró escenarios de riesgo todavía más amenazantes e inciertos para poblaciones que se encuentran en medio de su fuego cruzado, en particular, los pueblos indígenas que están siendo víctimas de los delitos más aberrantes.

Situaciones predecibles, también fuera de control, como esta, saltan a la vista en La Paz, San Diego y, en particular en el ETCR Simón Trinidad, de la vereda Tierra Grata de Manaure Balcón, municipios del Cesar donde el Frente de Guerra Nororiental del ELN y disidencias de las Farc, del Bloque Magdalena Medio, libran su propia guerra por el dominio de la Serranía del Perijá, que está en manos de la guerrilla. En tanto, el ‘Clan del Golfo’ avanza, copa espacios e incursiona con violencia. Inminente conflicto a tres bandas que se incuba velozmente, mientras la crisis del Catatumbo, donde los elenos ejercen un poder endémico, añade aún más zozobra a un contexto de inseguridad, inestabilidad y debilidad del Estado.

La Defensoría del Pueblo lo advierte con enfática claridad en su Alerta Temprana 005 de 2025. Si no se adoptan acciones institucionales que mitiguen el riesgo, la escalada ofensiva de los actores armados en el Cesar anticipa consecuencias humanitarias devastadoras para campesinos, liderazgos sociales y, sobre todo, para los firmantes de paz y sus familias. Distintas voces insisten en denunciar el retroceso en la reducción de sus crímenes a nivel nacional, demandando una respuesta rápida del Gobierno que hasta ahora no se produce.

Lo más preocupante de lo que sucede en Cesar, Córdoba, Bolívar o Magdalena, entre otras regiones del país, es que los grupos armados, como la defensora Iris Marín le dijo a EL HERALDO, se “están convirtiendo en referente de autoridad” para la gente. Ante los vacíos existentes son ellos los que resuelven conflictos, imponen sanciones o normas, cobran peajes, financian proyectos, entregan obras o definen asuntos de interés comunitario. En resumen, usurpan las funciones esenciales del Estado en términos de seguridad, justicia y tributación, ratificando la consolidación de su indudable dominio territorial y arraigo social.

A estas alturas, la historia de la paz total retratada en ventajosos ceses al fuego y desconexión interinstitucional podría resumirse en cuatro variables: recrudecimiento de disputas entre grupos armados tras su fortalecimiento, aumento del reclutamiento de menores, asesinatos selectivos de firmantes de paz y erosión de las capacidades del Estado para garantizar la protección de los ciudadanos. Sin mínimos de compromisos sostenibles para respetar o sacar a los civiles de la confrontación ni estrategias articuladas que permitan comprender la dinámica e intencionalidad de estas estructuras, máxime las del crimen organizado, el Gobierno seguirá encallando en su meta de obtener resultados que mostrar.

Hace bien el comisionado para la Paz, Otty Patiño, en exigir a ‘los Costeños’ y ‘los Pepes’ algo más que buena voluntad o disposición para sentarse a conversar, con miras a detener su disputa que ha dejado más de 800 personas asesinadas en los dos últimos años en Barranquilla y su área metropolitana. Si estas bandas criminales no desmovilizan sus estructuras, condición indispensable, y cesan su actividad ilegal para someterse a la justicia, no habrá diálogo. Válido para el resto de grupos que aún aspiran a colarse en la paz total.

Es, por fin, una posición responsable ante la frágil situación de vulnerabilidad de tantos territorios de la nación que exige una nueva estrategia del Estado. Este no puede seguir siendo indulgente con el crimen que en sus narices expandió su dominio y acrecentó su debilidad. Que la fuerza pública atienda las crisis de los territorios del Caribe y el gobierno asegure, no con discursos pomposos, sino con hechos reales, su presencia integral donde se le requiere.