Si pedir perdón nos hace mejores personas, ¿cuándo será el día en el que los políticos, al igual que otros personajes de la vida pública, se arrepentirán lo suficiente de todo el daño que sus exaltados mensajes nos han hecho? Su lenguaje acusatorio, actitud tremendista, intolerancia inquisitorial o pretendida superioridad moral –que descarta, cuando no desprecia cualquier argumento contrario al suyo– nos intoxican la vida, a tal punto que han terminado por distanciar amigos e incluso enfrentar a los integrantes de una misma familia.
Lo más desafortunado es que consiguen lo que buscan, con su palabrería y excesiva ficción: elevar entre las personas barreras hechas a la medida de sus propios intereses para manejar a su antojo las situaciones que surjan. Algunos usan el miedo como piedra angular de sus diatribas; otros, el resentimiento. Ambos son perfecta munición para convertirnos en enemigos. El resultado es un alarmante deterioro de la cohesión social que nos dificulta, como sociedad, ponernos de acuerdo en cuestiones banales y en casos más extremos nos empuja a odiarnos, con tal virulencia que la humillación es poco castigo para el adversario.
Somos rehenes de una alucinante estupidez disfrazada de falsa libertad que no nos permite avanzar. Nuestros políticos, quienes a punta de promesas vacías o actos incoherentes consumen el depósito de confianza institucional de la gente para luego quejarse y, además, reclamarla a voz en cuello, también en redes sociales, se vanaglorian de tenernos entre sus manos. Su peligroso victimismo que elude el peso de su responsabilidad no conoce límites.
Entregados a la oscuridad de sus egos se resisten a quitarse la máscara que esconde su mediocridad. La razón resulta evidente: estamos en campaña electoral. De hecho, nunca hemos dejado de estarlo durante la presidencia de Gustavo Petro. Por consiguiente, el clima temerario, hostil, que envuelve este tiempo de intensa confrontación o conflictividad, caracterizado por agotadores e incesantes debates ideológicos, ha permeado todos los escenarios de la vida institucional, e inclusive ha escalado en oprobiosos ataques contra la independencia de poderes en un intento de erosionar el orden constitucional de la nación.
Esta inédita ruptura de racionalidad política acentuada a partir del estallido social, la pandemia y las nuevas crisis de marginación individual y colectiva, como consecuencia de la desfinanciación del sector salud o de crecientes riesgos por violencias territoriales, nos ancla en un horizonte electoral bastante sombrío, en el que los agravios parecen ser la única forma de interactuar entre los aspirantes a suceder a Petro en la Casa de Nariño en el 2026.
Sin señales civilizatorias de respeto de los políticos, también de arrepentimiento y propósito de enmienda, a tenor del momento, no habrá redención ni forma de cambiar el curso de una dinámica pendenciera e irresponsable dedicada a deslegitimar cualquier voz crítica. Cierto que esta demostró ser rentable para quienes ahora gobiernan o bueno, al menos, lo intentan, pero en el mediano plazo será insostenible en la urgencia de superar diferencias entre quienes confían en tejer alianzas que nos devuelvan algo de esperanza, confianza, solidez o fiabilidad. En definitiva, que nos vuelvan a marcar el compás de progreso colectivo.
Es un tiempo oportuno de reflexión. Tanto los políticos como los ciudadanos deberíamos entender que quienes aspiran a gobernarnos, al margen de sus habilidades o competencias, tienen que actuar con la verdad de frente, como personas coherentes, transparentes, capaces de fomentar certidumbre en ellos mismos, en los distintos niveles de la sociedad, y en lo que la institucionalidad y sus normas representan para nuestro Estado de Derecho.
Aunque no lo parezca, son limitadas las cosas que podemos elegir los seres humanos. No decidimos la hora de venir al mundo ni de abandonarlo. Pero sí podemos escoger entre el bien y el mal, entre la verdad y la mentira. Si dejamos que el miedo o el resentimiento o, dicho de otra manera, la deliberada emotividad de la política resuelva por nosotros, no habremos aprendido nada y seguiremos atados a la dictadura del victimismo. Más bien, ante el redomado egoísmo de la clase política, exijámosle que nos pidan perdón. Quizás así su corazón se ablande, su pensamiento se humanice y una vez perdonados se sientan liberados de tanta rabia para abrazar un nuevo liderazgo que sea consuelo para Colombia.