Francisco exhibió un carácter tan recio e indómito que no es aventurado afirmar que decidió partir a la casa del Padre cuando lo estimó más oportuno. Pese a la evidente fragilidad de su salud, no falleció el Viernes Santo, jornada de luto, penitencia y sufrimiento en el mundo católico, sino que lo hizo el Lunes de Pascua, un día después del Domingo de Resurrección.

Está claro que el pontífice de 88 años no quería marcharse de este plano terrenal sin antes despedirse de la feligresía, a la que le dejó el mensaje de una Iglesia en salida que los bendice, como él mismo hizo desde el balcón central de la Basílica de San Pedro, donde con voz entrecortada impartió la que sería su última urbi et orbi. Contra toda recomendación médica, también se rodeó de multitudes que lo aclamaban con emoción mientras recorría la plaza del Vaticano en su papamóvil, y al aire libre, saludando a los bebés que le acercaban.

Francisco se dejó querer. El peregrino de la paz, el papa que vino “del fin del mundo”, había concluido su viaje final y estaba a punto de emprender el de la vida eterna. Horas después su acta de defunción confirmó que un ictus cerebral que le causó un coma y un fallo cardiocirculatorio irreversible pusieron fin a su existencia a las 7 a. m., hora de Europa.

Bergoglio, obispo de Buenos Aires y luego cardenal, fue un personaje incómodo. Francisco, el primer papa latinoamericano de la historia, todavía más. Su visión reformista, carácter pacifista y férrea defensa de una Iglesia social, inclusiva, cercana a las periferias, tanto las geográficas como existenciales, que sale en la búsqueda de quienes no conocen aún la misericordia de Dios o se han distanciado de la fe, le granjeó fuertes animadversiones de distinta naturaleza entre los poderosos núcleos conservadores de la doctrina eclesiástica.

Sin embargo, más allá de los virulentos ataques que recibió desde el corazón de la Iglesia, el papa que tuvo a bien renunciar a la opulencia de su cargo para situarse en el mismo nivel de los marginados, descartados o excluidos, quien se consideraba a sí mismo un “pobre desgraciado a quien Dios le tuvo mucha misericordia”, se mostró implacable e inflexible con su misión reformista. Sabía que luego del fracaso de Benedicto XVI, quien renunció exhausto tras comprender que no lograría acometer los cambios que los nuevos tiempos demandaban, él no tenía opción distinta que dar duras batallas para cumplir con su destino.

Ciertamente, Francisco no culminó su ansiada obra de una Iglesia renovada “con olor a oveja”, pero dio pasos significativos que marcaron la senda de su pontificado de 12 años. Pudo hacer mucho más, sin duda, pero en una institución milenaria en la que la impunidad había hecho carrera en asuntos de enorme calado no todo dependía de él ni sería tan fácil.

Con valentía, denunció los abusos sexuales del clero e impuso tolerancia cero contra esas prácticas aberrantes. Trabajó por erradicar la corrupción de instituciones de la Santa Sede, exigiendo absoluta transparencia. Buscó fórmulas para acercar a la población Lgbtiq+ e incorporar a las mujeres a la Iglesia, ofreció esperanza a los migrantes con sus viajes a los confines del mundo y promovió el diálogo interreligioso para edificar caminos de paz. Su histórica encíclica Laudato si’ puso el foco en cuidar nuestra ‘casa común’, como nunca antes. E imposible olvidar su figura solitaria rezando por la humanidad en plena pandemia.

Aún después de muerto el legado de Francisco, el papa que nos enseñó que nadie puede salvarse solo, al que evocamos sonriente recorriendo a una Colombia ansiosa de tender puentes de reconciliación para sanar sus heridas, imparte lecciones de humanidad. Su testamento espiritual revoluciona a la Iglesia. Pidió ser sepultado en la tierra, en una tumba sencilla, sin decoración ni pompa alguna, fuera del Vaticano, en un funeral austero e inédito.

¿Quién recogerá las banderas de este papa misericordioso que prefería una “Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle antes que una enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades”? Muchos son los elegidos para integrar el cónclave papal: hasta 135 cardenales, algo histórico, el 78 % designado por el fallecido obispo de Roma para la actual época de hondas crisis. Francisco sabía que el fin de su viaje terrenal estaba cerca, su sufrimiento ya era intolerable, pero lo prolongó lo humanamente posible para dejar apuntalada su herencia de justicia social con los más vulnerables que el mundo creyente o no reconoce con decisión. Sí, fue un hombre bueno, un jesuita para la historia, capaz de hacernos creer con su mensaje y obras que la esperanza nunca defrauda.