La escena es tan desagradable como repetitiva. No importa si hubo aguacero o no. Si en Barranquilla diluvió o se pasó por una temporada demasiado seca. Al final, las rejillas de las canalizaciones de la ciudad, las trampas de basuras y los arroyos siguen desnudando una añeja y fea costumbre de una parte de los ciudadanos de esta urbe: la poca o casi nula conciencia que hay en la capital del Atlántico en materia de manejo de desechos.
Los videos y las fotos de un río de tablas, cavas de icopor, bolsas de basura, neveras viejas y colchones, entre otra serie de desperdicios, son una constante en las distintas etapas del año, pero –a pesar de la problemática higiénica y compleja logística que genera todo lo anterior– parece que nada cambia. Se ha vuelto una desagradable cotidianidad. Un hecho indiferente. Un mal chiste. Una escena que debería hace mucho haber cambiado.
Uno de los ejemplos más claros se logra palpar en las secuencias audiovisuales que –constantemente– se viralizan del arroyo León cuando está desbordado por toneladas de basura.
En redes sociales, en medios de comunicación y en grupos de Whatsapp los comentarios son los mismos. Es una ola de indignación y rechazo masiva, pero la situación al final no cambia. Al contrario, empeora.
Ahí, en ese punto, es donde debe haber autocrítica, donde se debe sacar a flote el amor por la ciudad.
Más allá de las labores distritales por generar un cambio trascendental en esta problemática, por la gestión que adelantan los líderes comunales y por los llamados de los entes implicados en este tipo de hechos, la solución está en las manos de cada individuo.
Es necesario y urgente, teniendo en cuenta toda la crisis sanitaria en la que está envuelta el mundo por una pandemia, que todos los barranquilleros aporten su grano de arena. Porque lo anterior no es una solicitud descabellada, una exigencia demasiado compleja o una tarea difícil de cumplir. Es simplemente cuidar la tierra y el agua de la que todos sacamos provecho. De resto, no tendría sentido haber rigurosamente despercudido y limpiado cada rincón de la sala y la terraza, si las calles que rodean a nuestros barrios parecen un basurero a cielo abierto.
El cambio no debe tardar. Es ahora o nunca. Es ayudar a que las obras de infraestructura no colapsen, a que el visitante no se encuentre una ciudad gris y desarreglada y a que el río, el cuerpo de agua que al final hospeda todos los desechos, el mismo cuerpo de agua del cual sacamos fruto, no se convierta en un pozo de aguas putrefactas. Hay que mentalizarse: la basura, ni a la calle ni a los arroyos. Y de ahí que se desprenda todo lo demás. Que seamos un ejemplo. Que brillemos por nuestra cultura. Que demos lección de civismo y respeto ante todos.