Parece que a nadie le interesara ni mucho menos afectara la progresiva extinción de los medios de comunicación locales en Colombia. Esta dramática realidad agudizada durante los últimos años por la suma de crisis derivada de la pandemia de covid-19 y el recrudecimiento de la violencia a manos de estructuras criminales en varias zonas del país, como ocurre actualmente en Arauca, ha empujado a la quiebra económica o a distintos niveles de autocensura a periodistas, buena parte de ellos empíricos, que mantenían a flote –con dificultades de toda naturaleza– espacios radiales, emisoras comunitarias, telenoticieros, periódicos u otras publicaciones, en sus apartadas regiones.

Hoy en la tradicional conmemoración del Día del Periodista en Colombia es preciso mirar hacia los territorios donde lamentablemente continúan aumentando las zonas en silencio, como cataloga la Fundación para la Libertad de Prensa (FLIP) a los lugares en los que “no existen medios de comunicación que produzcan noticias locales”. Tras mapear la situación de la prensa en 994 municipios, más del 88 % del país, la organización no gubernamental ubicó 578 zonas de silencio. Alarmante diagnóstico que revela el alcance del centralismo que también caracteriza a nuestro ecosistema informativo nacional.

No es de extrañar que en departamentos como Chocó, Cauca, Guaviare o Córdoba, donde los actores armados libran cruentas disputas por el control de las economías ilícitas se limite o condicione, muchas veces a sangre y fuego, el libre ejercicio del periodismo. Sin mínimas garantías de seguridad, la prensa doblegada a la inaceptable arbitrariedad de los violentos, e incluso de los poderes públicos, se ve obligada a silenciarse. Bien sea porque los reporteros deciden abandonar el oficio o porque son presionados a desplazarse para proteger sus vidas. Al final, el miedo se impone a pesar de su valiente determinación.

Las consecuencias del silenciamiento de la prensa son devastadoras. Por un lado, al reducirse la oferta de las noticias locales se limita el acceso de comunidades, sin más opciones, a ser informadas sobre los sucesos de su entorno más próximo. Por otro, la ausencia de verdad aumenta la posibilidad de que se difundan hechos tendenciosos, amañados o simplemente no contrastados que apunten a favorecer los intereses de determinados sectores. En ambos casos, el riesgo de que se mine la confianza ciudadana en sus instituciones es enorme, lo cual erosiona el derecho de toda sociedad democrática a gozar de libertad de prensa y de expresión.

En Arauca, donde en el último año más de 12 periodistas han sido amenazados por grupos armados, las presiones violentas contra la prensa aumentaron a la par que escalaba la confrontación entre disidencias de Farc y el Eln. La crisis de la prensa no ha encontrado respuesta oportuna ni efectiva de la institucionalidad, hoy desbordada por el creciente impacto del enconado escenario de guerra. Desplazarse, que no es nada distinto a huir del peor de los desenlaces, es un doloroso recurso al que han debido acudir los comunicadores araucanos que, como los de muchos otros territorios del país, encadenan precarios contratos laborales mal pagados, sin prestaciones ni vinculación formal con empresas de comunicación.

Muchos de ellos sobreviven gracias a la pauta oficial que además se convierte en una descarada e irrespetuosa forma de presión por la falta de regulación de este tipo de publicidad. Por no hablar de las barreras de conectividad. Como si fuera poco, a estos problemas estructurales hay que añadirle la coacción de fenómenos de corrupción política, justicia inoperante y abuso de poder enquistados en las regiones. Peligrosas connivencias que se confabulan para cercenar el debate público, las voces críticas y, de paso, el ejercicio de la libertad de expresión y de prensa que representan los periodistas.

El oficio periodístico en los territorios demanda garantías básicas. Hoy cuesta encontrarlas y es una vergüenza reconocer que, pese a ser una constante desde hace años, los avances para asegurar condiciones dignas a los periodistas son mínimos. Ciertamente, la prensa debe someterse a una necesaria y permanente reflexión autocrítica sobre su función, pero si no se adoptan acciones o medidas reales que eviten su gradual silenciamiento la democracia y sus principios esenciales se verán potencialmente socavados en las regiones.