Barranquilla afrontó durante los 2 últimos meses el mayor desafío de su historia reciente. Que a nadie le quepa la menor duda. La emergencia sanitaria desatada por el coronavirus puso a prueba el sistema de salud llevándolo al límite y presionando como nunca antes a sus profesionales, valientes héroes de esta espantosa pandemia.

Mientras en las UCI se libraban épicas batallas por la vida, en los barrios aumentaba con rabiosa velocidad el número de contagios y fallecidos.

Una tóxica mezcla de incredulidad, inconsciencia y perversidad en torno a la Covid, amplificada en redes sociales, hizo mucho daño haciendo creer que el virus no existía, lo que allanó el camino para que el miedo y la estigmatización hacia los enfermos ganaran terreno, provocando además que muchas personas con síntomas no consultaran o acudieran a tratamientos caseros para paliar sus dolencias. ¿Para qué cuidarse de lo que no causa ninguna afectación? Este mensaje mentiroso y tristemente repetido distorsionó la realidad de la pandemia que rápidamente demostró de lo que era capaz.

Incalculable la tragedia de ciudadanos que, sin diagnóstico ni asistencia, murieron en sus casas ante la impotencia de sus seres queridos, a los que solo les quedó resignarse ante semejante ignominia. Cadáveres extraviados, cuerpos que nunca se entregaron y procedimientos en clínicas, hospitales y funerarias contrarios a toda humanidad. Hornos crematorios desbordados e improvisados congeladores para albergar a los fallecidos. Siguen siendo interminables las listas de personas de todas las condiciones socioeconómicas que terminaron exhaustas y frustradas luego de solicitar a las EPS la realización de pruebas, entregas oportunas de resultados y atención médica prioritaria. Muchos se cansaron de esperar, a otros la vida no les alcanzó. ¿Habrá alguna vez justicia para ellos? Quizás, la divina.

Cuando la ciudad empezó a tener conciencia de la amplitud y gravedad de este problema que sobrepasaba cualquier entendimiento, el torrente de fatalidades que parecía no tener límites se ensañó con los adultos mayores. 7 de cada 10 infectados morían revelando la catastrófica magnitud del problema, que desbordó de dolor a familias que hoy siguen llorando a cerca de 1.500 muertos en la ciudad y otros mil en el resto de Atlántico.

Las tasas de contagio, hospitalizaciones, letalidad y la ocupación de las UCI, que llegó a estar por encima del 90%, pusieron el foco en Barranquilla, también en el Atlántico, considerados –en ese momento– el epicentro de la pandemia en Colombia. Ciertamente lo fuimos. En su incontrolable ascenso hacia el pico epidemiológico, la Covid obligó a las autoridades locales y departamentales a hacer un alto para centrarse únicamente en la gestión de esta crisis que amenazaba con una debacle. Reclamar soluciones que nadie tenía era un desgaste innecesario y agotador. Oportunista por demás. Avanzar en las salidas era la clave.

Sin manual de instrucciones y sin retorno, aprendiendo de sus desaciertos, resultado del exceso de confianza o inexperiencia –¿alguien estaba preparado para una pandemia de semejante alcance?– nuestros gobernantes decidieron enfrentarla cerrando filas en torno al propósito común de contener sus efectos sanitarios y mitigar impactos económicos y sociales. Apelando a la solidez de la institucionalidad, Jaime Pumarejo y Elsa Noguera demostraron que juntos son más fuertes y capaces. Bajo su liderazgo convocaron a la unidad y al compromiso individual y colectivo de congresistas, instituciones de salud, entidades del sector público y privado, así como a autoridades municipales, departamentales y al mismo Gobierno nacional que la verdad pudo hacer mucho más.

Con una entereza ejemplarizante, los habitantes de Barranquilla sometidos a todo tipo de restricciones, sacrificios y hasta sufrimientos demostraron que las sociedades más sólidas están construidas sobre la fragilidad humana. Con sus acciones diarias, desde las más sencillas como lavarse las manos y usar tapabocas hasta las que demuestran un altruismo inconmensurable, los ciudadanos dieron la pelea y lo siguen haciendo por seguir en pie con firmeza y decisión. No hay vuelta atrás. Este el principio de una nueva vida que exige que nadie baje la guardia.

Barranquilla entró el 15 de junio en alerta naranja. Hoy, 46 días después, se baja a amarilla. Los indicadores muestran señales alentadoras y el sistema de salud aparece fortalecido con una ocupación histórica de UCI de apenas 52%, que no se tenía ni antes de la pandemia. Pero nadie se puede relajar. Sin vacuna apretar los dientes debe ser lo cotidiano. Un rebrote sería catastrófico. Esta tormenta se abate ahora contra otras regiones: Bogotá, Antioquia y Córdoba, que reeditan la durísima coyuntura que atravesó Barranquilla y el Atlántico. Nadie puede entender mejor lo que allí pasa que quien ya lo vivió. Solidaridad y fortaleza.