En Barranquilla y al menos seis municipios del Atlántico la criminalidad, pero sobre todo la vergonzosa corrupción de los funcionarios públicos aparecen detrás del alarmante despojo de predios. A este contubernio ilegal, cada vez más extendido, debido al amparo cómplice que se proporcionan estructuras armadas y servidores oficiales, se le debe poner freno cuanto antes. Es hora de que la institucionalidad salga en defensa de los legítimos propietarios de centenares de terrenos robados por una caterva de sinvergüenzas que hoy goza de absoluta impunidad y sigue, tan campante, haciendo de las suyas.

Luego de la audiencia pública, celebrada en Barranquilla con afectados y autoridades locales, la intervención de la procuradora General de la Nación, Margarita Cabello, podría marcar el punto de inflexión que demandan las víctimas del robo sistemático de tierras en el departamento, en particular en su capital, Puerto Colombia, Juan de Acosta, Tubará, Malambo, Galapa y Soledad.

Como tantas personas que han resultado perjudicadas en esos territorios, las víctimas de otras regiones del país –que viajaron desde Bogotá o Medellín para asistir al encuentro– exigen ética, honestidad y rectitud de lo público frente a la voracidad de un fenómeno delincuencial en toda regla, producto del enquistamiento de la perversa cultura del ‘dinero fácil’ en la sociedad.

Queda claro que estas mafias apelan a todo tipo de artimañas ejecutadas por un ejército de militantes en sus elaboradas redes de corrupción. Lo hacen así para blindar sus irregularidades y de paso evitar que sus andamiajes ilícitos puedan ser desmontados con facilidad. Los directamente afectados acusan, en algunos casos con nombres propios, a policías, personeros, funcionarios de la Oficina de Registro de Instrumentos públicos, notarios y curadores, así como a fiscales, jueces y abogados, además de inspectores de policía, secretarios de gobierno y alcaldes. Más temprano que tarde deberán responder por sus actos indignos.

La sospechosa inercia en la que permanecen incontables denuncias por este delito, amontonadas en los vetustos anaqueles de inspecciones de policía, juzgados y otras dependencias oficiales, revela que la podredumbre alrededor de la ocupación ilegal de predios alcanza límites inimaginables. No es extraño, pues, concluir que se requiere toda la capacidad de las instituciones para combatir los peores males que corrompen al Estado. Paradójico, pero cierto. Si no se procuran salidas a lo que está sucediendo con el despojo de tierras, los ciudadanos seguirán quedándose al borde del abismo devorador de la ilicitud.

Insistir en desconocer las graves infracciones a la ley, oprobiosamente descaradas que atentan contra el bienestar de las personas, no es otra cosa que la expresión del desprecio infinito mostrado por ciertos servidores públicos en su actuar cotidiano. Una obscenidad moral que distancia a los ciudadanos de la institucionalidad y erosiona su confianza en quienes, en vez de respetar sus derechos y libertades fundamentales –como es su compromiso ético– los pisotean.

Obtener mínimas garantías de justicia no puede seguir siendo una ficción para las víctimas de las estrategias depredadoras de poderosos grupos económicos, organizaciones criminales y delincuentes de cuello blanco. Se necesitan determinaciones tan efectivas como urgentes. Desmantelar los arraigados carteles de la ocupación de tierras en el Atlántico tiene que convertirse en una prioridad de todas las ramas del poder público e involucrar a las altas autoridades y organismos de control, para articular esfuerzos contra este descomunal monstruo invasor, saqueador y asesino.

Solucionar, de manera definitiva, este problema tan lesivo para la dignidad de las personas podría allanar el camino para que muchas de ellas recuperen sus tierras y a la vez se restablezca el derecho a la propiedad, perdido en ciertas zonas del Atlántico. Pero sobre todo, contribuiría a que se cierre, en parte, la brecha de desconfianza entre los ciudadanos y sus instituciones por la rampante corrupción que privilegia lo arbitrario, ilícito e injusto por encima de todo valor humano.