En el día 40 de la invasión de Rusia a Ucrania, el mundo continúa conmocionado por la matanza en Bucha, considerada uno de los peores crímenes de guerra ocurridos en Europa tras el fin de la II Guerra Mundial. Centenares de civiles asesinados deliberadamente, algunos de ellos con las manos atadas a la espalda y heridas de bala en sus cabezas, fueron encontrados en calles, sótanos, fosas comunes e incluso en sus propios jardines. El repliegue táctico de las tropas invasoras, que durante seis semanas asediaron la localidad esperando entrar en la vecina Kiev, reveló un dantesco escenario de muerte, destrucción e innecesario sufrimiento humano. Fue su venganza, tras la emboscada del ejército ucraniano que le opuso resistencia. Injustificable horror que, pese a las manifiestas evidencias, Moscú insiste en calificar de burdo montaje. Cinismo patológico, por decir lo menos, para eludir su responsabilidad.

Semejante barbarie no puede quedar impune, sobre todo por las víctimas. Todas las guerras, al margen de la sinrazón de sus motivaciones y el devenir de sus desgracias, tienen límites que no se deben cruzar bajo ninguna circunstancia. Es más, existen reglas consignadas en los Convenios de Ginebra que regulan el derecho internacional humanitario para proteger a los combatientes y no combatientes. En consecuencia, aunque el conflicto en Ucrania termine mañana mismo, lo que no parece vaya a suceder, los criminales detrás de la masacre en Bucha, quienes la ordenaron y la cometieron por las razones que sean, deberán rendir cuentas ante la justicia internacional.

No solo ellos, también los perpetradores de otras atrocidades, como la sucedida en el teatro de la martirizada ciudad de Mariúpol, donde murieron cerca de 300 civiles tras ser bombardeados por la aviación rusa, pese a que en las afueras del edificio –reducido a escombros– estaba escrita en letras grandes la palabra “niños”. El listado de la infamia es bastante extenso. Miles de denuncias sobre posibles abusos y violaciones de derechos humanos han sido documentadas por los ciudadanos ucranianos desde el inicio de la invasión. Abarcan ataques indiscriminados a instalaciones sanitarias, centros educativos e infraestructura destinada a vivienda, con los que las tropas invasoras han cumplido, al pie de la letra, las tácticas de aniquilación decretadas por el imprevisible Vladimir Putin.

Todos estos dolorosos testimonios e imágenes de ciudades arrasadas, muchos de ellos transmitidos en tiempo real por las mismas víctimas o por periodistas extranjeros, son las pruebas fehacientes de la despiadada ofensiva rusa que, a primera vista, podrían ser catalogadas como crímenes de guerra o contra la humanidad. De ellos toman ya atenta nota, además sobre el terreno, los delegados de la Corte Penal Internacional que intentarán determinar responsabilidades individuales para juzgar, ojalá en tiempo récord, a sus autores. Lo propio hace la Corte Penal Internacional de La Haya, que abrió una investigación en torno a la guerra en Ucrania, al igual que el Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas que designó para tal fin a una comisión tripartita, de la que hace parte el colombiano Pablo de Greiff.

Los incontestables hechos de desmesurada inhumanidad alrededor de esta repudiable guerra, contada en vivo y en directo e instalada en la cotidianidad de los países de la Otan y de la Unión Europea, demandan respuestas contundentes de la justicia internacional. No es la primera vez que Putin, demostrando que es capaz de cruzar todas las líneas rojas, aparece detrás de matanzas. Ocurrió en Grozni, Chechenia, y en Alepo, Siria. Aun así, Occidente no lo repudió. No parece que ahora el autócrata pueda salir indemne. Si bien es cierto que será difícil llevar a Putin o a sus lugartenientes ante un tribunal internacional, como ocurrió con el ex presidente de Yugoslavia Slobodan Milosevic, el general Ratko Mladic y el exlíder serbiobosnio Radovan Karadzic, por genocidio y crímenes de guerra y contra la humanidad en las guerras de Croacia, Bosnia y Kosovo, su régimen debe ser aislado por completo. El mundo tiene que ser coherente con la gravedad de la tragedia humana que afronta Ucrania. No basta la indignación. Un tribunal único para este país podría ser una opción para hacerle contrapeso a Rusia. Mientras, las nuevas sanciones en marcha deberán estar a la altura de sus atrocidades. Es un imperativo moral con las víctimas.