Tan inédita como sensata ha sido la decisión que tomó el actual mandatario de Estados Unidos, Joe Biden, de retirarse de la carrera por la presidencia para un segundo período, en un momento en el que su contendor, el expresidente Donald Trump, requiere de una oposición firme que logre desvirtuar su discurso de odio para unificar un país tensado por opuestos.

Es inédita no porque sea la primera vez que un presidente renuncie a su aspiración de reelegirse, sino porque es el primero que lo hace a tan corto tiempo de las elecciones. Con Biden ya son ocho los mandatarios que desisten pese a ser elegibles: Lyndon B. Johnson (1963-1969), Harry S. Truman (1945-1953), Calvin Coolidge (1923-1929), Theodore Roosevelt (1901-1909), James Polk (1845-1849), James Buchanan (1857-1861) y Rutherford Hayes (1877-1881), y solo uno, Richard Nixon (1969-1974), presentó su renuncia durante su mandato.

Y también es sensata porque luego de una creciente ola de presiones provenientes de su propio partido –con más de 30 congresistas pidiéndole dar un paso al costado– así como de figuras que acompañaron su primer mandato, como Barack Obama y la misma Nancy Pelosi, el actual presidente, como pocos hoy en día se ven, decidió escuchar y no atornillarse al poder para así priorizar a su país y a su partido, antes que a sus propias aspiraciones.

Su decisión, según analistas, no es solo el resultado de dichas críticas que recibió en el último trayecto, o del coletazo del que fue un desastroso debate presidencial el pasado 27 de junio. Sino que también es el reflejo de quien ha sido siempre Biden, un legislador coherente –como los mismos Clinton lo señalaron tras enterarse de su salida– que además ha hecho una “carrera de servicio” por Estados Unidos.

Sin embargo, no debe dejarse de lado que su retirada pone al partido demócrata en un terreno desconocido en los próximos días, en los que sí o sí deberán ser estratégicos para nombrar a una figura que sea clave para atraer el voto republicano en aquellos estados del llamado “muro azul” (Wisconsin, Michigan y Pensilvania), como sucedió con Biden en su momento, pero no así con Hillary Clinton, quien pese a ganarle en las urnas a Trump en 2016 no obtuvo el voto decisivo en estos territorios para hacerse a la Casa Blanca, bajo los parámetros del sistema electoral estadounidense.

En ese momento Trump supo recoger ese clamor de los trabajadores de los tres estados por oportunidades de empleo, luego de la crisis en el sector automotriz y las fábricas de carbón que afectó a una buena parte de la población.

Así las cosas, la decisión no será fácil, por un lado porque Kamala Harris, quien ha marcado un hito al convertirse en la primera mujer en ocupar la vicepresidencia del país, debe ser la sucesora natural de Biden como su fórmula, y como el mismo mandatario lo pidió en su carta de desistimiento. Pero de no ser nombrada, esto generaría una fractura en el partido que difícilmente podrá rehacerse, además de darle un confuso mensaje al electorado en torno a la unidad y estabilidad de los demócratas.

También es cierto que Harris, de ser elegida, deberá amplificar su voz en lugares como Pensilvania, donde aspirantes a la presidencia como Josh Shapiro tienen mucho más eco y pueden hacer efecto en sus vecinos, así como captar el voto indeciso que, luego darle su confianza a Biden, en este momento quieren un aire nuevo, como lo podría ser un Robert F. Kennedy Jr, miembro de la dinastía política más famosa del país y sobrino de John F. Kennedy, o un Gavin Newsom, actual gobernador de California.

El reto también será, para quien quede en la contienda, de buscar un blindaje de los ataques de Trump –que se redoblarán porque su campaña deberá hacer un cambio de estrategia– así como concentrarse en un discurso mucho más frontal de cara al poco tiempo que resta y enfocado en hacerle ver al país si la apuesta será por un candidato que sí, cuenta con un largo recorrido político, pero también con tres investigaciones pendientes al hombro, y una condena histórica.