La pandemia de covid 19 borró años de progreso social en Colombia. Como todos los análisis anticiparon, la crisis económica derivada del virus empobreció aún más a los ciudadanos vulnerables y empujó a la pobreza a amplios sectores de la clase media por la pérdida de sus empleos e ingresos. Hoy conocemos las cifras oficiales, pero las repercusiones de esta dramática realidad reflejada en una avalancha de necesidades básicas insatisfechas están impactando a millones de familias desde hace más de un año y, lo que es peor, tras la embestida del feroz y prolongado tercer brote las esperanzas de revertir esta calamidad en el corto plazo se van diluyendo. Cada vez resulta más distante encontrar luz al final del túnel.

21,2 millones de pobres tiene hoy Colombia, 3,5 millones más que en 2019, mientras que 2,8 millones de ciudadanos cayeron en la pobreza extrema elevando a 7,4 millones el número de personas que en la actualidad no cuentan con recursos para asegurar su alimentación básica. En esta fotografía del DANE sobre la fragilidad de los hogares en el país, la Colombia urbana fue la que más se precarizó, especialmente Bogotá, Cali y Medellín. Luego aparecen Barranquilla y los municipios de su área metropolitana, donde 307.578 personas entraron en pobreza monetaria, y 177.421 en extrema, lo que incrementó a 1.043.459 el número de pobres en este territorio del Atlántico, el 48,9 % de sus habitantes. Una condición alarmante que no se superará con la inmunización. El hambre sobrevivirá a la emergencia sanitaria.

Urge contener este grave problema económico y social que lacera a generaciones enteras impidiéndoles tener un presente estable y, sobre todo, construir un futuro próspero. Encontrar soluciones a una crisis cada vez más descomunal requiere diálogo, cooperación y voluntad de los sectores políticos y económicos, pero antes que nada demanda una mirada empática y comprensiva frente al malestar e indignación de quienes hoy se sienten rehenes de una desigualdad creciente y acorralados por la falta de oportunidades. Es indispensable intervenir para compensar los desequilibrios resultantes de la devastadora pandemia y otros asuntos estructurales sin solución heredados por el Gobierno Duque.

La debacle que atravesamos no se va a resolver por sí sola, y el panorama inmediato resulta desolador. No es de extrañar que los ánimos estén exaltados y la crispación alcance niveles extremos que derivan en intolerables hechos violentos que nadie debería consentir. Aislar a los vándalos es una responsabilidad indeclinable de una sociedad que debe resguardar su legítimo derecho de levantar su voz de protesta. La factura que pasa a diario la covid con su escalada de contagios y muertes es impagable; los reiterados cierres de sectores productivos en incipiente recuperación agravarán la profunda crisis económica; los estudiantes, otra vez encerrados en casa ante el descontrolado brote, seguirán resignando sus posibilidades de un adecuado aprendizaje; y el hueco fiscal, cada vez más grande.

El colofón de este cataclismo no puede ser una reforma tributaria lesiva para la pauperizada clase trabajadora. Esta no es la respuesta que los ciudadanos esperan en medio de una crisis tan brutal y apremiante. Las turbulencias y confrontaciones políticas tampoco ayudan a encontrar un consenso que el presidente Iván Duque ha dicho estar dispuesto a alcanzar para extender los beneficios de los programas sociales y aliviar las exiguas finanzas públicas mediante una iniciativa que pueda prosperar en el Legislativo. Se agota el tiempo. Ojalá nuestra clase dirigente entienda que tiene el compromiso histórico de avanzar en salidas justas y pragmáticas superponiendo el interés colectivo a los partidistas, evitando instrumentalizar el razonable malestar social de los ciudadanos. No son tiempos para echar más leña al fuego, sino para ofrecer condiciones de vida digna a quienes lo han perdido casi todo, incluso la esperanza. Que no se les haga tarde, y lo peor esté por venir.