En los primeros 13 días de 2021, el Instituto Nacional de Salud (INS) notificó la muerte de 3.911 personas a causa de la Covid-19 y el contagio de 189.205 en el país. Una crisis en toda regla dentro de la prolongada emergencia sanitaria por el virus de la que parece no aprendimos casi nada, luego de cerca de un año de estar padeciéndola. No hay peor ciego que aquel que no quiere ver.

Es evidente que la pandemia se encuentra hoy desbocada, como ocurrió en julio y agosto de 2020, cobrando vidas, sumando nuevos casos, extendiendo sus nocivos efectos en la economía de las familias, negocios y ciudades por cuenta de los confinamientos y amenazando con inminentes colapsos de los sistemas de salud, mientras el personal sanitario hace esfuerzos sobrehumanos para afrontar la demanda de atención en urgencias y unidades de cuidados intensivos.

Este segundo pico, producto de los excesos de diciembre y festividades de Navidad y Año Nuevo, dicen las autoridades de las ciudades más golpeadas, entre ellas Bogotá –donde la velocidad de contagio va en aumento– les está dejando más pacientes que la primera ola, lo que se traduce en una presión adicional que ni siquiera logra ser compensada con la ampliación de la capacidad de los servicios sanitarios. No hay tregua en esta batalla contra el virus que sigue sin tocar techo porque demasiados ciudadanos, de todas las edades y condiciones socioeconómicas, persisten en ser tremendamente irresponsables asumiendo conductas que no se compadecen con mínimos criterios de sentido común.

Las rumbas clandestinas o covid-fiestas, eventos supercontagiadores por excelencia, donde la gente canta o habla en voz alta, son uno de los nuevos focos de propagación del virus. Difícil mantener el uso del tapaboca en una de estas actividades masivas o acatar el distanciamiento físico y protocolos de bioseguridad cuando el licor, baile y excesos son los que prevalecen. Basta que haya una persona infectada para que la Covid-19 haga lo suyo, poniendo en riesgo no solo a los invitados y a los mismos organizadores, promotores de estos desmadres, sino a sus familias tras volver a casa. Un rato de efímero placer que podría costarle la vida al ser más amado de cualquiera de los asistentes a estos encuentros camuflados.

¿En qué estarían pensando los participantes de las 16 covid-fiestas intervenidas en el puente de Reyes Magos en Cartagena, donde se encontraron a más de 2.500 personas? En Medellín, ciudad en alerta roja hospitalaria, la Policía suspendió más de 1.200 fiestas; mientras que en Cali, donde la ocupación de UCI es del 97,5%, 100 jovencitos fueron sorprendidos en una rumba electrónica. En Puerto Colombia, la fiesta de cumpleaños de un reconocido cirujano plástico causó indignación: ¡no podría ser de otra manera! Mientras médicos lidian contra el virus para salvar las vidas de sus pacientes, este galeno hizo derroche de inconsciencia convocando a un evento masivo en medio de las restricciones de una pandemia.

¿Dónde está la coherencia o el respeto por la vida que todos deberíamos asumir en medio de una coyuntura tan adversa como esta en la que 300 personas mueren a diario en el país a causa del implacable virus? Ni solidaridad ni compasión, es el sálvese quien pueda. Triste. A las autoridades les está quedando grande el control de la pandemia: ciudadanos de cualquier parte del país – con mayor o menor incidencia de casos– se saltan las normas, violan medidas, justifican sus inaceptables actos y hacen lo que mejor les parece. Cuidar a quien no lo quiere es cada vez más desalentador, pero es su obligación insistir en ello.

Razón tiene el decepcionado presidente del Colegio Médico de Uruguay, el doctor Blauco Rodríguez, quien pide que los organizadores y asistentes a fiestas clandestinas – que no son exclusivas de Colombia– en vez de recibir comparendos, sean enviados a hospitales a realizar trabajo comunitario para que conozcan cómo se libra la lucha contra el virus a ver si son capaces de continuar actuando como si se tratara de “casi una apología al delito”.