En medio de la peor emergencia sanitaria de la historia, afrontamos en Colombia uno de los momentos de mayor tensión social del que tengamos memoria. Una progresión de crisis que nos interpela a pensar en nosotros mismos, pero sobre todo en los otros para encontrar razones de peso que no nos hagan claudicar ante la voracidad de la pandemia que empeoró las difíciles condiciones de vida de millones de personas abocadas hoy a un desastre social y económico sin precedentes.

En el maremágnum desatado en los últimos días por los hechos violentos alrededor del paro nacional, los colombianos hemos sido testigos de cómo se entrelazan las dramáticas vivencias de jóvenes manifestantes que demandan oportunidades reales de un futuro digno con los reclamos de distintos sectores de la población que piden soluciones concretas a un largo listado de situaciones inconclusas de naturaleza diversa. Una parte de los conflictos visibilizados en esta nueva crisis es consecuencia del impacto de la pandemia, que agudizó el miedo, la rabia o la indignación entre personas por la ausencia de sus seres amados o la irresoluble pérdida de sus proyectos de vida; mientras que la otra, se refiere a problemas que han envejecido bastante mal por la falta de atención y decisiones oportunas de los Gobiernos de turno, lo que ha generado enorme frustración entre familias y comunidades empobrecidas y necesitadas de ayuda.

Sus historias se estrellan contra la lentitud de la respuesta ofrecida por la institucionalidad, la indiferencia de algunos actores privados y de otros sectores de la sociedad, como los propios medios de comunicación que también debemos entonar nuestro propio mea culpa en una coyuntura tan profunda que reclama salidas totalmente distintas a la violencia que unos cuantos incendiarios, con marcado cálculo partidista o interés electorero, pretenden promover como la única hoja de ruta para superar este escenario adverso en el que alimentar populismos aprovechándose de la situación desesperada de la gente es un acto mezquino e infame. Basta de seguir dándoles largas a los instigadores de extremismos que nos distancian cada vez más.

Es el tiempo de la unidad social, de la empatía y la generosidad, de ponernos de acuerdo para concertar un pacto por la juventud, para hablar de renta básica, de salud universal, de educación gratuita y de calidad, de trabajo decente, y especialmente de solidaridad. Cuando se trata de ayudar, si el Estado, que tiene la obligación de hacerlo, no llega, la sociedad es también responsable de buscar soluciones que contribuyan a paliar las carencias socioeconómicas que originan la exclusión de los más vulnerables. Todos podemos sumar. Es un imperativo moral imprescindible en estos momentos de discordia en los que necesitamos encontrar caminos para respetarnos, valorando la dignidad de cada persona y reconociendo la igualdad de derechos de los ciudadanos sin distingos.

Negociar no es símbolo de debilidad. Nos urge alcanzar consensos para detener el odio que hace carrera robándonos la esperanza y el optimismo en este doloroso escenario de confrontación y violencia en el que todos somos perdedores. Las diferencias se resuelven a través del diálogo que representa una oportunidad para ayudar a mejorar la vida de los ciudadanos, y en ello deben insistir todas las fuerzas políticas, sociales y económicas del país. Hoy desde EL HERALDO invitamos a los habitantes de Barranquilla, el resto del Atlántico, el Caribe colombiano y el país entero a que construyamos juntos una nación fraterna y solidaria en la que todos tengamos cabida. Escuchemos el clamor de los afectados.