Colombia vota hoy en una jornada saturada de incertidumbre a la que concurren dos candidatos que no representan lo que se conoce como política tradicional o conservadora, aunque ellos sean parte del sistema, y en la que existe una única certeza: gane quien gane, se impondrá un cambio relevante que marcará, sin duda, un nuevo rumbo, además de disruptivo, para el país durante los próximos cuatro años, al menos. Está claro que millones de ciudadanos, descontentos e insatisfechos con los liderazgos continuistas de los últimos gobiernos y, evidentemente, movilizados por las emociones de una campaña atípica con ausencia de debates y excesos de mezquindad, apostaron por figuras que prometieron transformaciones profundas, drásticas si se quiere, como el principal reclamo para llegar al poder.

En el partidor, Gustavo Petro, economista, senador y ex alcalde de Bogotá, candidato del Pacto Histórico, líder de una coalición de partidos de izquierda, movimientos progresistas, étnicos y campesinos, quien por tercera vez busca la Presidencia de la República. Fue el ganador de la primera vuelta con 8,5 millones de votos. A su lado, y esto es literal, Rodolfo Hernández, ingeniero, ex alcalde de Bucaramanga, aspirante de la Liga de Gobernantes Anticorrupción. Indudablemente, el fenómeno político de esta contienda, quien a través de una masiva estrategia digital logró calar, en especial entre jóvenes y mujeres, un discurso anticorrupción contra el poder establecido, que le aseguró casi 6 millones de sufragios el 29 de mayo.

Mientras las encuestas mostraban un resultado ajustado, en las últimas tres semanas, las estrategias de sus alfiles electorales, dentro y fuera del universo de las redes sociales, se degradaron hasta un punto de no retorno en el que propagaron, sin filtro ético o moral, una sarta de descalificaciones, ataques personales, y todo tipo de controversias, muchas de ellas sustentadas en informaciones falsas, con el propósito de romper el cabeza a cabeza. El debate público de las propuestas de los candidatos sobre economía, empleo, educación, seguridad o justicia pasó a segundo o tercer plano por la avalancha de asuntos relacionados con su vida privada o por las graves denuncias de posible fraude, aún sin pruebas. En resumidas cuentas, el populismo se convirtió en el común denominador de una campaña que ahondó aún más las divisiones de un país polarizado e incluso, fragmentado que demanda con urgencia reformas sociales, crecimiento económico, un modelo productivo más inclusivo y el final de la violencia.

Si gana Petro, existen grandes inquietudes sobre el desafío institucional que un Gobierno de izquierda representará para el actual sistema o status quo. El candidato del Pacto Histórico, tratando de desmarcarse de imaginarios que lo vinculan al modelo de Hugo Chávez en Venezuela y buscando cercanía con lo que encarnan Pepe Mujica, en Uruguay, o Luiz Inacio Lula Da Silva, en Brasil, promete gobernar sin buscar “venganzas personales” ni reelegirse, respetando la propiedad privada. Si gana Hernández, quien se resiste a ser encasillado bajo etiqueta política o ideológica alguna, el viraje se dirigirá hacia el combate frontal contra la corrupción de las “castas del poder”, su principal bandera, pero la forma cómo encarará el manejo del Estado o asegurará gobernabilidad serán retos enormes para quien no cuenta con respaldo en el Congreso. En ambos casos, preocupa su escasa tolerancia frente al papel crítico de la prensa.

Esta campaña presidencial sin precedentes, plagada de miedo, rabia e indignación, que bien retrata la del rechazado plebiscito de 2016, empieza ya a ser cosa del pasado. Sin embargo, toda la confrontación, discordia o desunión exacerbadas durante este tiempo tan extremadamente complejo amenazan con quedarse enquistadas en las emociones de los ciudadanos. Ponerle un necesario alto a este espiral de conflictividad social es una de las tareas más acuciantes del presidente que hoy resulte elegido. De su talante democrático, constructivo y conciliador dependerá un acuerdo de voluntades para volver a coser a un país roto por el sectarismo político, las desigualdades sociales o las distintas violencias. Es hora de sanar y de acabar con tanta crispación que atenta contra la aspiración legítima de un futuro compartido en el que todos tengamos cabida. Petro o Hernández, uno de los dos gobernará, el otro tiene la responsabilidad histórica de acompañar la búsqueda de imprescindibles consensos para transitar hacia un nación más dialogante, incluyente y honesta. Y en este camino sus fórmulas vicepresidenciales, Francia Márquez y Marelen Castillo, dos afrocolombianas, con liderazgos destacados en sus campos, pueden ser decisivas. Aceptar el resultado electoral es el primer paso para tender los puentes que tanta falta nos hacen. Que estos no terminen incendiados por las flamas del extremismo violento. Votemos masivamente, con total libertad y a conciencia. ¡Una nueva Colombia sí es posible!