El nuevo escándalo de pederastia que involucra a 300 sacerdotes católicos del Estado de Pensilvania, en Estados Unidos, ha causado una comprensible indignación mundial.

Las víctimas –que, según la investigación publicada por la Corte Suprema de ese país, se cuentan por miles– no han recibido hasta el momento ningún tipo de resarcimiento, y los culpables no podrán ser juzgados porque los casos son anteriores al año 2000.

Los detalles relatados por las personas abusadas, en su mayoría niños varones, son aterradores, y demuestran que los ataques eran continuos, normalizados e impunes, y que los responsables tenían a su cuidado a los menores mientras sucedían los terribles hechos.

Uno de los factores que destaca el informe es la complicidad de las autoridades eclesiásticas, que, ante las denuncias, optaban por trasladar a los culpables de una ciudad a otra. Era la manera de ocultar los hechos a la justicia y la comunidad para, según los investigadores, proteger la reputación de la Iglesia. Este ‘modus operandi’ permitió a los pederastas continuar con los abusos y escapar de las sanciones penales y morales.

Gracias al sistemático encubrimiento de los obispos, solo un par de curas denunciados en Estados Unidos por pederastia han sido juzgados y condenados, sin que hasta ahora se haya enfrentado este problema con la firmeza y eficacia que se esperaría ante tan espeluznante realidad.

El Vaticano, que ha tenido que afrontar escándalos recientes de este tipo en países como Chile, Irlanda, Canadá y Alemania, ha reconocido “con vergüenza y dolor” lo ocurrido en Pensilvania y se ha ofrecido no solo a apoyar a las víctimas, sino a colaborar con la Fiscalía estadounidense en sus investigaciones.

Pese a esas demostraciones de buena voluntad, la situación del Vaticano no deja de ser compleja, si se tiene en cuenta que el informe de la Fiscalía establece que los encubrimientos se prolongaron desde 1963 hasta 2014, cuando ya Francisco había sucedido a Benedicto XVI. El fiscal general de Pensilvania, Josh Shapiro, ha sido muy contundente en sus críticas a la Iglesia por estos crímenes.

Por su parte, las autoridades estadounidenses preparan un paquete de medidas para aumentar la presión sobre las jerarquías encubridoras, que las obligarían a reportar los crímenes; de igual manera las nuevas directrices eliminarán el límite de tiempo máximo para denunciar los casos de abuso sexual, lo cual contribuirá con la impunidad sostenida en la prescripción de los casos.

El Papa Francisco tiene ante sí la misión histórica de limpiar para siempre la Iglesia de violadores y abusadores. Por excepcionales que se vean estos hechos en relación con la inmensa estructura eclesiástica que se extiende por el mundo, es enorme el daño que le están haciendo a una institución milenaria y prestigiosa, seguida por más de 1.200 millones de fieles que comparten el espanto y la conmoción generales que han provocado estos hechos.