Una auténtica conmoción mundial produjo ayer el incendio que devastó la catedral de Notre Dame de París, uno de los símbolos de la civilización europea.
Millones de personas en todo el planeta siguieron el acontecimiento en directo, o por medio de sus celulares, o a través de los medios de comunicación, con la ansiedad y el estremecimiento que producen las noticias que nos afectan en lo más profundo de nuestro ser colectivo.
Fue doloroso ver cómo las llamas consumían con voracidad la basílica, una joya del gótico que comenzó a construirse en el siglo XII y que se erige en la isla central donde nació la capital francesa. O lo que es lo mismo, en el corazón de la ciudad que fue, y sigue siendo en muchos aspectos, el corazón del mundo moderno.
La catedral de Notre Dame, que ha acogido algunos de los episodios más trascendentales de la historia –empezando por la coronación de Napoleón–, es el monumento más visitado de Europa. Unas 12 millones de personas tienen cada año el privilegio de admirar esta obra caracterizada por sus dos torreones gemelos, sus impactantes gárgolas y su aguja elevada e imponente, construida en el siglo XIX por Eugene Viollet-le-Duc, que quedó destruida por las llamas.
El incendió logró, parcialmente, lo que no pudo conseguir Hitler en 1944, cuando, ante la inminente debacle del Tercer Reich, dio la orden de destruir París, cuyos monumentos habían sido previamente minados. El general Von Choltitz, gobernador alemán de la capital francesa, se negó a cumplir el designio.
Por fortuna, la conflagración de ayer fue controlada y el desastre no fue total. El presidente francés, Emmanuel Macron, anunció su compromiso de reconstruir la emblemática catedral, a la que el gran Victor Hugo contribuyó a dar una dimensión universal con su novela Nuestra Señora de París.
En medio de la tragedia que estremeció ayer a París, hay que destacar un hecho alentador, y es la constatación de que la humanidad aún es capaz de estremecerse ante la destrucción de un símbolo cultural. Incluso personas que quizá nunca tendrán en sus vidas la posibilidad de visitar París seguían con atención casi reverencial la lucha que libraba Notre Dame contra las llamas, porque sabían, o habían escuchado, que algo muy importante estaba en juego.
Ojalá que esa comunión que se formó ayer en torno a la catedral parisina no haya sido un mero arrebato transitorio inducido por el impacto de una noticia, sino que se convierta en la respuesta habitual de los seres humanos ante los problemas que nos atañen a todos.
¿Es posible? Ya lo dice el refrán: soñar no cuesta nada.