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La Casa del Albatros
Por: Caroline Dahmen

Los albatros blancos son realmente útiles —piensa el cura—, pero como luego terminan siendo rojos, toca venir a pintarlos cada tanto. Qué fastidio.

Todos los curas de la Orden tienen un albatros. El tamaño del animal guarda directa relación con la posición jerárquica del eclesiástico. Los altos mandatarios, como los cardenales, tienen en todas partes y en todo momento un gigantesco animal a su lado. Blanco, solemne y majestuoso, examina con ojo crítico a todo aquel que se acerque. Su mirada de bruto hambriento reconoce —una lanza cortopunzante— cualquier deseo primitivo de inmoralidad, perversión, libertinaje, desenfreno.

Esto último les permite a los animales cumplir a cabalidad su principal función: alimentarse exclusivamente de los censurados pensamientos —prohibidas inclinaciones propias de la debilidad de la carne— de sus propietarios. Avaros, los pajarracos engullen con golpe seco pensamientos de lujuria, pereza, gula. Se atiborran de recónditos brotes de ira, envidia, avaricia, secretos escritos en pergamino especial. Embuchan con urgencia la soberbia, susurrada en tonos graves a sus oídos.

De esta manera los curas se conservan puros, mientras los animales se alimentan y engordan. El único problema es el cambio: los albatros, cuanto más engullen, más cambian de color. El blanco virginal se va tiñendo lentamente de un rojo sucio, obsceno. Y es por eso que todos los eclesiásticos, sin falta, llevan sus animales a La Casa del Albatros, donde son pintados con spray nuevamente de blanco. La Casa del Albatros es un secreto, claro está. Es, de hecho, el secreto mejor guardado. Tiene que serlo.

Ornitomanía
Por: Ivonne Arroyo

No es un mundo cualquiera, tiene un gran mensaje oculto, tal vez ni siquiera sea un mundo, solo la parte de uno que no encaja con la realidad: una fascinación anormal por las aves.

–Ten cuidado con sus plumas, el agua ha de estar templada, no frotes la toalla con brusquedad, la profundidad de la palangana debe corresponder a la mitad de la altura del pájaro.

–¡No te preocupes, mujer, que el ritual se hará según lo acordado!

El escenario es claro: el cielo se torna de un rosa pálido y de un gris que lo apaga; lo primero que capta tu atención es el hecho de que dos personas de sexo indefinido con trajes parecidos a los de un cuervo –una con la cara cubierta y la otra con un amuleto colgando del cuello que simula un ángel o probablemente un ave también– bañen con suma paciencia a un pájaro que con entereza reposa en una vasija semiesférica; al fondo se aprecia una enorme casa (tal vez un santuario), bastante vieja pero bien cuidada, con la imagen sobresaliente de la silueta de un ave, para variar; a la izquierda de la casa, se halla otro de estos seres extraños, sosteniendo encantado otra ave, mirándola fijamente con esa especie de ornitomanía que aqueja a todo habitante de este paisaje surreal.

Un mundo que no es inventado por nadie, sino capaz de inventar a alguien.

La casa del ave blanca
Por: Camila Del Villar

Ha nacido entre mis crías de aves una única en su forma y color, única como la tarde en que fue concebida. Aquel día los cielos se tornaron púrpura, pero no fue la tarde oscura la que permitió el surgimiento de esta especie original, sino su pura blancura la culpable de que el cielo jamás volviera a brillar. Su pureza es tan sagrada que no me ha importado sacrificar la luz por mantenerla con vida.

Además, a esta casa –la casa de las aves– concurren al final de cada mes las damas del pueblo en busca de las criaturas que se convertirán en manjares para sus señores, pero esta ave blanca no podría andar entre las rojas, entre las demás. Sería acechada, juzgada y hasta sacrificada por su apariencia. No estoy dispuesta a venderla, no, solo pretendo protegerla de los compradores no dignos de su pura carne. Entre tanto mal que hay en esta casa, mantenerla entre nosotros podría salvarnos del castigo eterno. Por eso la ocultamos y así nadie sabe de su color verdadero. Yo me he encargado de eso y todas las mañanas, junto con mis secuaces, bajo la sombra morada, teñimos el ave blanca de rojo para ocultar su pura naturaleza en la corrupta realidad de la casa de las aves.