No sé qué recuerdo más de ella: si sus caricias por las noches antes de dormir o sus palabras de ánimo cada vez que yo sentía desfallecer. Si bien fueron muchos los años que pasamos juntos, nunca era suficiente para sentarme en sus piernas y verla sonreír.
Aún no recuerdo muy bien cómo nos conocimos, solo sé que nuestra conexión fue inmediata. Bastaba con un gesto en su cara para saber si estaba triste, si algo le incomodaba o si era muy feliz.
Creo que al intentar escribir cada palabra de este texto me quedo corto. Fueron tantos los momentos que vivimos, tantos, que solo ella y yo que los vivimos podríamos recordarlos.
El tiempo pasa, los años avanzan y el reloj biológico empieza a detenerse; enfermedades, preocupaciones, la angustia por saber qué nos depara el futuro. A veces nos gana la carrera y no aprovechamos el tiempo que tenemos al lado de esa persona que amamos.
A ella, a pesar de haber intentado dárselo todo, siento que le quedé debiendo; que aún pudimos ver más atardeceres frente a la playa; o tal vez hubiera bastado con estar solos los dos y hablar de cómo había sido la rutina de un día.
Ese día jamás lo olvidaré: 3:30 de la tarde, estaba ahí, como si todo, como si nada, con la mirada fija, sin saber que eran sus últimos minutos de vida. Fue difícil para mí aceptar que lo que tanto temí, esa tarde del 24 de noviembre de 2016, se hizo realidad.
Corrí rápido hacia donde estaba, la levanté de la cama, toqué su pulso y ya era demasiado tarde.
Mi madre había muerto mientras la sostenía en peso.
Y fue así como ella terminó en mis brazos, tal como yo alguna vez había empezado mi vida en los brazos de ella.