Por Paul Brito
Según El banquete de Platón, Eros fue concebido por Poros (la abundancia) y Penia (la pobreza) en el cumpleaños de Afrodita. Desde entonces no puede haber deseo sin carencia, sin privación de la cosa deseada; no puede haber plétora sin escasez como antesala. En fin, no puede desearse algo si no subyace en nosotros el vacío para contenerlo, de la misma forma que solo se puede inhalar aire si falta la misma cantidad en nuestros pulmones.
La horma del deseo opera como el sueño: por medio de una representación tan nítida como el objeto real. La representación o el recuerdo de lo que da placer es lo que atiza el apetito, lo que potencia la atracción. Esa representación es como un molde vacío, una sombra recortada por la luz del objeto, una silueta que perfila detalladamente la cosa anhelada. En otras palabras, un émbolo que conoce el líquido que le falta y lo restituye con la atracción de su vacío.
El otro impulso del erotismo llega mediante la prohibición del objeto sexual. Georges Bataille aseguraba que un placer no puede surgir sin el sentimiento de lo prohibido y basó toda su teoría sexual en esa premisa. De la misma forma en que el deseo no puede afirmarse sin la negación interna del objeto, el placer erótico tampoco pudo haber llegado muy lejos sin la negación externa de él, es decir, sin las tensiones que provocan los tabúes y las represiones sociales.
El erotismo no se habría podido desarrollar solo a través de la tensión entre opuestos ni entre el objeto y su carencia, pues de ese modo seguramente nuestras relaciones sexuales no hubieran rebasado el plano reproductivo de los animales ni alcanzado el nivel sofisticado del amor.
El erotismo (Bataille lo llama hermosamente «la promesa de la vida») es al sexo lo que la aceleración al movimiento: una acción a otro nivel, un acto operando sobre otro que ya está en escena y lo trasciende. Para que el sexo lograra una aceleración erótica y una dimensión amorosa, requería una fuerza externa que le sirviera de palanca y lo impulsara a otros ámbitos, a otras órbitas. Como del mismo sexo no pudo haber surgido esa fuerza de traslación que lo llevara a otras esferas, me he venido preguntando cuál podría haber sido ese otro eje, ese otro núcleo primario o instinto elemental del cual pudo ir surgiendo todo el aparato cultural y social de las prohibiciones hasta los niveles de complejidad que ya conocemos: la religión, el patriarcado, el capitalismo.
La hipótesis de los celos
Si el sexo encarna en su nivel más primario y físico el poder de la conquista, de la posesión, los celos son el estrato más instintivo de un impulso abocado a proteger y clasificar lo conquistado. Se trata de dos pulsiones distintas, pero complementarias: la conquista viene precedida del deseo sexual y lo conquistado se mantiene amparado por los celos. Por algo se le llama celador a la persona que cuida una propiedad privada. Y por algo al periodo en que las hembras mamíferas están receptivas sexualmente se le llama también celo: estar en celo, es decir, en custodia de un macho.
Esos dos instintos, el sexo y los celos, comenzaron a interactuar y a complementarse en una espiral de sublimación: la rivalidad, el constante combate y las reiteradas alianzas terminaron dándole amplitud, profundidad y volumen al imaginario del sexo y a las formas del deseo, del mismo modo en que un poeta va dándoles vigor a su lenguaje y a sus metáforas enfrentándolas al silencio y a todo lo que le parece inefable.
La propiedad privada y el capitalismo son otras estilizaciones, sofisticaciones de los mismos celos primitivos que siente un perro cuando otro se acerca a oler su hueso. El feudalismo y el patriarcado, y más tarde el capitalismo y el neoliberalismo, y por supuesto todo el aparato represor de las religiones son también sistemas sofisticados para celar las propiedades y los privilegios del hombre. Su origen primario no pudo ser otro que los celos instintivos.
Si de la base del sexo crecieron y se desarrollaron los ritos, ceremonias, insinuaciones y velos de la seducción erótica y amorosa, de la base de los celos fueron estructurándose los privilegios del patriarcado y la hegemonía de instituciones como el matrimonio y la familia, a los que la mujer debía someterse hasta la abnegación. ¿Cuál otra es la lucha de Madame Bovary que la búsqueda del placer y la autonomía sexual, del amor libre, frente a los celos de una sociedad que no soportaba –ni soporta aún– ver a una de sus hembras liberada del yugo machista y del rol sumiso que le tiene asignado? Emma es muy consciente de esas desventajas, por eso afirma: «Al menos un hombre es libre, puede tener pasiones, correr países, salvar obstáculos, saborear dichas más lejanas. Pero una mujer está privada constantemente de todo».
Gúrov, el protagonista de La dama del perrito, veía a las mujeres como seres inferiores hasta que se enamoró de una. Si el amor es el último escalón en la evolución del deseo, debería estar en condiciones de controlar todos los apetitos y liberar todas las conquistas. En su Historia de la sexualidad, en el segundo volumen correspondiente al uso de los placeres, Michel Foucault dice citando a Sócrates: «Hombre intemperante y la más estúpida de las bestias, ambos están dominados por sus apetencias, y así no podían llegar a la verdadera libertad, que era estar en condiciones de hacer el bien, cultivar la virtud controlando los deseos».
Sin embargo, para llegar a una libertad completa, no basta con dominar nuestras apetencias y controlar nuestros deseos, sino también liberar nuestro objeto de deseo del yugo de nuestra conquista para que él también pueda ejercer su libertad, esa libertad que es una sofisticación conjunta del deseo y los celos, y un compromiso de toda la sociedad con cada individuo, en especial con la mujer.
El túnel del espíritu
En la novela El túnel, el tema principal son los celos. El pintor Juan Pablo Castel conoce a María Iribarne a través de un cuadro que titula Maternidad. El cuadro retrata en un ángulo una pequeña ventana y en ella a una mujer contemplando solitaria el mar. De los espectadores del cuadro, María es la única que se detiene en ese detalle y desde entonces Castel se obsesiona con ella. La pretende, pero advierte que está casada con un ciego y que –al parecer– es amante de su primo, Hunter.
A partir de la reelaboración intelectual que hace Castel de los celos, se multiplican los fantasmas del deseo hasta consumar un inmenso cuadro que termina tragándose el mundo real. La espiral acaba en el asesinato de María, cuando él siente que ella lo ha dejado solo en esa dimensión abstracta que ha construido minuciosamente y que a esas alturas es más real que el mundo de afuera… como si aquella ventanita del cuadro hubiera ido creciendo hasta devorar la tela.
El túnel es una recreación detallada de cómo los celos se van convirtiendo en algo más complejo, imaginario y rotundo, que el impulso primario que les dio vida. Antes de conocer a María, Castel (la misma raíz etimológica del apellido lo sugiere) es una especie de castillo inexpugnable habitado solo por sus fantasmas interiores: sus cuadros solo lo reflejan a él. Pero un día Castel pinta el cuadro titulado Maternidad, quizá porque intuye que la única salida a ese fortín es la entrada que lo llevó a él.
Al contrario de los otros cuadros, en este ha dejado una pequeña señal, un hilo para que alguien pueda conectarse con él. No obstante, cuando por fin ha logrado acceder a otra persona, cuando al fin ha tendido un túnel al interior de María, constata lo que siempre estuvo delante suyo: que ella tiene una vida por fuera del cuadro, una vida real, y entonces toda la fantasía posesiva de Castel se diluye hasta quedar pegado de nuevo a sus muros.
Los celos y la razón
La libido es el impulso fundamental y la fuerza creadora de la energía vital; a eso más o menos llegaron Freud, Jung, Bergson, Nietzsche y, antes de ellos, Schopenhauer, aunque con matices distintos. Mientras Freud le dio a esta energía un carácter exclusivamente sexual, Jungla vinculó a una energía psíquica indeterminada que mueve todo el desarrollo de la personalidad. Bergson, Nietzsche y Schopenhauer, en cambio, le reconocieron un poder integral que estaba en el centro de la voluntad y de la vida misma. El ser humano es como un émbolo al que siempre le falta el aire y por eso siempre está buscando un soplo creador. Pero ninguno de esos pensadores dijo de dónde salió la razón, de qué instinto fue su sublimación.
«Los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres», dice un cuento de Jorge Luis Borges. Georges Bataille, a su vez, decía que «la sexualidad era el momento agudo de una fiesta que la naturaleza celebra con la inagotable multitud de los seres». Y relacionaba ese despilfarro con la violencia ineludible del momento sexual, con la penetración o invasión de los cuerpos; ambas cosas le parecían reflejos del carácter excesivo e irracional de la sexualidad, al que solo podía oponerse la tendencia racional del hombre, la fuerza contraria con que divide, contiene, delimita, racionaliza, restringe… en una palabra: cela.
La reproducción sexual auspicia la multiplicación, la dispersión. La razón controla, raciona, modera los apetitos. En ese sentido, la razón sería la sublimación de los celos, igual que el amor lo fue del sexo. Octavio Paz hablaba del erotismo y del amor como la llama doble del sexo; la razón sería la llama más fina de los celos. Por eso Juan Pablo Castel es un hombre tan analítico y especulativo como celoso. Y por eso se le llama ‹racionar› a la acción de limitar y distribuir una cantidad desordenada o tumultuosa de algo. La capacidad racional del hombre, su razón libre y creadora, es la cúspide evolutiva de ese instinto elemental por celar, por controlar la naturaleza. Pero necesitaba conjugarse con el producto sublime del sexo, la voluntad amorosa, para consumar así una espléndida síntesis, una sublimación conjunta: la voluntad suprema del hombre, el libre albedrío, que es el mayor logro del ser humano, su máximo producto cultural, su mayor conquista: el sexo y los celos cancelados, la pasión y la razón sintetizados en el eje profundo e intensivo de la libertad.
En el fondo las famosas categorías de Nietzsche, lo dionisiaco y lo apolíneo, están apoyadas respectivamente en esos dos instintos: el sexo y los celos, la pasión y la razón. Y la tragedia, que para Nietzsche era el momento máximo del arte, el equilibrio magistral entre las dos dimensiones básicas del hombre, sería al mismo tiempo la profunda tragedia de la condición alcanzada por el hombre: la tragedia de su supremo albedrío, la condena de su sublime libertad.