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Basta considerar la frecuencia con que se habla de igualdad, el calor con que se discute, la multitud de personas que toman parte en la discusión o se interesan en ella, la vehemencia con que se ataca y se defiende, la pertinacia con que se afirma o se niega, la confianza con que se invoca como un medio de salvación, el horror con que se rechaza como una causa de ruina; basta observar estos contrastes, no solo reproducidos, sino crecientes, para sospechar que la igualdad no es una de esas ideas fugaces que pasan con las circunstancias que las han producido, sino que tiene raíces profundas en la naturaleza del hombre, y es, por lo tanto, un elemento poderoso y permanente de las sociedades humanas.

Esta sospecha se confirma, pasando a convencimiento, al ver en la historia la igualdad luchando con el privilegio; vencida, no exterminada, rebelarse cuando se la creía para siempre bajo el yugo; existir, si no en realidad, en idea y esperanza, y, derecho o aspiración, aparecer en todo pueblo que tiene poderosos gérmenes de vida.

Aspiración generosa, instinto depravado, impulso ciego, deseo razonable, sueño loco; bajo todas estas formas se presenta la igualdad, ya matrona venerable, con balanza equitativa como la justicia, ya furia, que agita en sus manos rapaces tea incendiaria.

La igualdad en la abyección; la igualdad en el derecho; un populacho vil que quiere pasar, sobre todos, el nivel de su ignominia; un pueblo digno que se opone a que la justicia sea privilegio: el pensador, buen amigo de las multitudes, que procura ilustrarlas; el fanático o el ambicioso, que las extravía, todos hablan de igualdad, aunque cada uno la comprenda de distinta manera.

Esta diferencia en el modo de concebir una misma cosa se observa en otras muchas; pero tal vez en ninguna es más perceptible que en la igualdad, porque no hay quizás aspiración que tan fácilmente pase de razonable a absurda, cuyos verdaderos límites sean tan fáciles de traspasar, que se ramifique y extienda tanto a todas las esferas de la vida, ni que haga tan estrecha alianza con una pasión implacable y vil: la envidia. La envidia enciende sus rencores y destila su veneno en los individuos y en las multitudes que convierten la igualdad en bandera de exterminio, y por eso son a veces tan sordas a la voz de la razón y a las súplicas de la misericordia.