Compartir:

Por Daniela Pabón

Llegas a una calle de luz tenue, no porque no esté alumbrada, sino porque justo en la entrada del edificio –que pronto dejará de ser sólo eso– hay un árbol gigante. Dice un personaje curioso que te espera en la entrada que debes arrancarle una hoja, que sus hojas de laurel o de caucho, te sirven de protección. Así dice la mitología griega, así dicen los guardianes del recinto que ha dejado de ser un simple edificio de ladrillos. No fui capaz de arrancar la hoja, hice trampa y la recogí del suelo. Cruzo los dedos y espero que igual me proteja. Pasas la primera puerta.

Debes dar unos cuantos pasos y otro guardián te recibe. Él igual de curioso al anterior te da las indicaciones, mientras te observa con timidez. Llegan las mosquitas mientras esperas. Sí, son mosquitas, ellas son las que chupan sangre y te dan rasquiña; los machos, los mosquitos se alimentan de fruta. Digo esto porque justo cuando pasas la segunda puerta, en la que te untan una loción para prevenir las picadas de las mosquitas, entras a una habitación donde solo hay mujeres. Los guardianes se quedan afuera. Te roban tu palabra favorita antes de dejarte entrar. Por segundos te confundes, ¿son mosquitas?, ¿son brujas?, ¿pueden chuparte la sangre?, pero no, has dado el primer paso, no has cruzado el marco de la segunda puerta cuando te embriaga una calidez extraña. Entras.

Una vez adentro empiezas a caminar entre sombras y mujeres vestidas de negro. Estar entre mujeres siempre produce una sensación particular. Una sensación húmeda y cálida, y que a la vez te expulsa y te empuja. El lenguaje adentro es distinto al de afuera. La palabra hablada se pierde y los signos no verbales empiezan a trazar la ruta. No sabes quién eres, no sabes qué debes hacer. Si sentarte, bailar, hablar, escuchar, preguntar o moverte. Si bien la hospitalidad de los cuerpos que te reciben y acompañan te acoge, la tensión es constante. Siempre estás en el abismo, a punto de caer.

Cruzas y cruzas, atraviesas, olvidas el número de puertas, de pruebas, simplemente te rindes. Cruzas constantemente, así no te muevas, así estés quieto. Cambia el espacio. Ahora cierran la puerta, retoman la palabra hablada. Escuchas gritos de dolor, así la lectora nunca grite. Escuchas risas y sonidos de agua cayendo que te acarician. La palabra te invade.

Irrumpen los cuerpos. Te miran fijamente. Se mueven frente a ti. Tienes que descifrarlo. ¿Seré capaz? Vuelves a sentirte en el abismo que por instantes olvidaste. Los cuerpos te arrastran. Te devuelven las palabras. Hablas, susurras, gritas, estás con otras. Entre ellas. Eres una más. Conocida y desconocida.

Sales. Te roban la palabra. Te regalan ajenas. No supiste qué pasó. Intentas resolverlo y dándole vueltas, tu cabeza cae en la almohada. Sueñas. Esos segundos antes de rendirte ante el sueño, esta fisura mínima entre la vigilia y el sueño revive lo vivido: Umbral.

Por Henar Lanza

No soy público habitual de performances e instalaciones. Ni tampoco artista ni crítica de arte.

Salí de Umbral con una sensación de bienestar que ojalá pudiera experimentar todos los días. Un sentimiento de calma y alegría. Y mucha gratitud por haber tenido la oportunidad de disfrutar de algo que es al tiempo arte y cuidado. Pero no un cuidado obvio, como pudiera ser un masaje, sino algo mucho más indeterminado que, sin nombre definido, atraviesa toda la obra desde que cada participante llega hasta que se despide y se aleja caminando tranquila y relajadamente. Y sorpresa. La sorpresa que nos despierta la irrupción de un acontecimiento bondadoso en nuestra cotidianidad. Y contenta como una niña que recibe una invitación a jugar de otras niñas que encuentra en el jardín. Y divertida. Por haber tenido la posibilidad de jugar y haber jugado, la posibilidad de convertir las relaciones con los demás en un juego, la posibilidad de ir descubriendo las reglas tácitas del juego sin que tenga que intervenir ninguna autoridad para explicitarlas; descubrir cómo es el juego a medida que se juega. Y eso lo hacía emocionante. Pero en ningún caso agobiante. Para quienes no tenemos un espíritu artístico ni tampoco mucha experiencia en performances, instalaciones y similares, tener que participar en obras que requieren de la participación del público puede resultar muy estresante.

Así es como salí. Pero, ¿cómo llegué a Umbral? como a casi todo en esta vida: tarde. Y, por esa misma razón, agobiadísima por saber que lo que fuera aquello hacia lo que me dirigía, pues no tenía ni la más mínima idea de qué ni cómo iba a ser, iba a comenzar tarde por mí, tal y como se me hizo saber a través del teléfono. Podría haber varias personas esperando por mi culpa. Una obra tradicional puede dar comienzo sin espectadores, pero una obra en la que los invitados son los que hacen que avance, no. Y aquí llega la entraña filosófica de la obra.

¿Por qué llegué a Umbral? llegué invitada por Mónica Gontovnik. Porque me había contado que la obra estaba nutrida por, entre otras cosas, el Timeo de Platón (diálogo al que dediqué los mejores años de mi juventud) y en un elemento de esta obra que inspiró a Derrida a escribir un libro titulado Khôra. ¿Cuál es la relación de este componente filosófico con el componente artístico y el componente del cuidado de Umbral? Es algo que es tan indeterminado que no hay discurso posible sobre ello, por lo que es necesario recurrir a metáforas como la de la matriz, un receptáculo cuyo principal atributo es carecer de todo atributo precisamente para dejarse determinar por lo que recibe. Es un espacio de acogida y recogimiento que no tiene propiedades, sino que adopta las propiedades de lo que recibe. Como la base neutra de aceite con la que se hacen los perfumes. Es un espacio transitivo en el sentido de que se deja determinar por los seres que entran en él.

Tras un tiempo en el que el arte solo ha buscado incomodar al espectador y mostrar el aislamiento y la incomunicación del individuo, emerge hoy un arte que busca cuidarlo -quién sabe si porque habitar este mundo es una experiencia cada vez más incómoda- y sugerirle otras vías de comunicación, no restringidas al lenguaje, que involucran todo el cuerpo y todos los sentidos en una fusión de lo intelectual y lo sensorial, una mediación entre lo inteligible y lo sensible.

La potencia transformadora no es patrimonio exclusivo del sentimiento de incomodidad. Después del dolor, nada nos transforma más que el hecho de que nos cuiden.