Es difícil hacerse querer de verdad.
Para cualquier ser humano. Más aún si uno es de afuera. No digo extranjero, pues son muchos los que, a pesar de haber nacido en otras latitudes, no se sienten extraños en el país en el cual, por un motivo u otro, les ha tocado vivir y laborar. Más difícil que hacerse querer es el ser apreciado por su justo valor. Casi siempre se da en todas partes, el contradictorio y maniqueista fenómeno de una polarización funesta. Xenofobia por un lado. Xenofobia por otro. Ambas generalmente irracionales. El trópico no se salva de este mal. Muy al contrario, lo padece de modo más agudo…
Ejemplos: un mecánico sueco puede convertirse de la noche a la mañana en un gran ingeniero civil. Un simple practicante o enfermero alemán puede volverse médico y hacer milagros. Un maestro de obras napolitano llegar a ser arquitecto de maravillas. Un hábil maestro de escuela polonés o ruso transformarse en genial profesor universitario. Un trompetista finlandés hacer de director de orquesta sinfónica. Cualquier modistilla más o menos francófona resultar de repente insigne exponente de la «haute couture» parisiense. Un pobre ayudante de cocina sevillano, amanecer un buen día como flamante dueño de un restaurante exclusivo. Casos estos, entre muchos, de xenofilia delirante. Por parte de irremediables bobalicones que con aspavientos histéricos y adulaciones rastreras admiran desenfrenadamente todo cuando provenga de fuera. A menudo con profundo cuan injustificado desprecio por los valores del propio pueblo.
En cambio: ¡cuántos extranjeros, sin razón alguna, son menospreciados por el solo hecho de no ser de aquí! Turcos, polacos, gringos, judíos. Aunque los tales turcos no sean turcos sino persas o guajiros. Ni los polacos sean polacos, sino checos o tolimenses. Ni los gringos sean gringos, sino belgas o santandereanos. Ni los judíos sean judíos sino armenios, catalanes o antioqueños… Lo importante es la impresión que se tenga de tales extranjeros, reales o ficticios. No importa que sean buenos, capaces, útiles y hasta necesarios para el país. Nada de eso cuenta para los fanáticos cuan estúpidos patrioteros –que no son patriotas–, quienes odian a cuentos sean o les parezcan extranjeros. Aunque a menudo de ellos mismos lleven y ostenten apellidos de clara y oscura ascendencia foránea. T se llamen, por ejemplo: Ulkmann o Svolochevsky. Mac Dirty o Bazzorello. Medchúny o Trelopulos. Pisbogaz o Xerrabrut… ¡pobres chauvinistas artificiales!
Entre los «extranjeros» más útiles en el campo cultural, que pasaron por Barranquilla, deben recordarse con gratitud a hombres como José Beck y Manfred Peter. Quienes entre cuantos se sucedieron en la dirección u orientación del Colegio Alemán, hicieron verdaderamente honor a la patria de Kant y Goethe. De Dürer y de Bach. Ambos rectores nombrados no han sido superados ni igualados por los que les siguieron. Hay que recordad también a Jack Brockman y Jhon L. Dennis, quienes en distintas épocas dirigieron el Centro Cultural Colombo-Americano, con singular acierto y generosa humanidad. Cuantos trataron de igualarlos no lo lograron. Como ellos, también Miriam Dickason y Alvyn Schutmaat, ambos inolvidables, que dirigieron los Colegios Americanos, se nos perdieron lamentablemente.
Y ahora, me encuentro, a mi regreso de Europa, con otra grande e irreparable pérdida. Se nos ha ido Claude Merny, el magnífico director de la Alianza Colombo-Francesa. (…) Merny, digno representante de la Francia comme il faut, que significa algo parecido a «como Dios manda», se nos dio siempre como un hombre sencillo y recto. Modesto y honrado. Afable y sincero. Inteligente y comprensivo. Su ideario más bien «tradicionalista» no era óbice para una perfecta y humanística comprensión de los problemas que afectan a las nadas populares –más de una vez demostró su pronta solidaridad con quienes la necesitaran–. Tampoco le impedía mantener relaciones respetuosas y hasta amistosas con personas de ideas muy distintas y distantes de las suyas. Aunque fueran extremadamente liberales y hasta de avanzada… Por encima de xenofobias insensatas y de xenofobias insinceras, Merny es un hombre que ha sabido granjearse la simpatía y la estimación de tirios y troyanos, y lograr ser apreciado como pocos en su justo valor. Precisamente por esa serena ecuanimidad que lo distinguió en todo momento y realzó siempre su natural nobleza.
No puedo dejar de añadir con emoción y gratitud, en nombre del IEA, del ILM, y en el mío propio: ¡Merci, Monsieur Merny!