Sus ojos se humedecen de pronto cuando comienza a hablar de su padre. Entonces este hombre pequeño, cargado de glorias, ya con 47 años, se convierte en un niño y siente cómo su voz se va apagando, se va apagando, y no sabe qué decir. Pero no necesita hablar. Uno puede verlo todo en sus manos que tiemblan.
Puede verlo en sus ojos que se cierran y se abren rápidamente, como si la luz le hiciera daño, o como si quisiera volver al pasado para tomar de nuevo su maletín e irse al gimnasio de la mano de su padre, el argentino aquel que fue boxeador y se instaló en Sao Paulo, Brasil, para entregarle más tarde a esa nueva patria la gloria de un campeón del mundo.
Él fue todo en su vida. Fue un compañero desde el comienzo hasta el final. Con él empezó su carrera y con él terminó. Siempre lo tuvo en su esquina, empujándolo hacia el triunfo, y lo tuvo en todos los aspectos de su existencia, dándole el tiempo, convirtiéndolo en un deportista sin tacha, en un hombre integral. De él aprendió que lo más importante en la vida es tener amigos y conquistar el cariño de todos.
Por eso, Eder Jofre, el campeonísimo brasilero que fue elegido como el mejor peso gallo de los últimos 20 años por el Consejo Mundial de Boxeo, se emociona al evocar el recuerdo de su padre Arístides. Vuelve a temblar cuando narra que su padre recibió el primer abrazo y el primer beso al convertirse en campeón mundial aquí el 18 de noviembre de 1960 en Los Ángeles al derrotar a Eloy Sánchez por nocaut en el sexto round.
FAMILIA DE BOXEADORES
En el país del fútbol, ese muchacho flaco y vivaz no podía hacer otra cosa distinta a ser boxeador. Su padre había practicado ese deporte en Argentina y había tenido alguna figuración en la rama profesional. Otros ocho miembros de la familia fueron también boxeadores, incluyendo a dos hermanos menores de Eder. Uno sólo fue el elegido. Porque campeones de la talla de Eder Jofre no nacen todos los días.
Había nacido el 26 de marzo de 1936 y el día en que cumplía 21 años dio el salto al profesionalismo en su propia ciudad natal: noqueó a Raúl López en seis asaltos.
«En aquella época un brasilero no podía soñar con un título mundial de boxeo. Ni siquiera se sabía qué era eso. Imagínese, jamás había tenido Brasil a un pegador en el ranking mundial. Pero yo sí soñaba con ser campeón. No me hice boxeador por lograr la subsistencia. No. Yo quería más. Quería la gloria», recuerda Eder.
Ese sueño se fue pareciendo más a la realidad cuando conquistó el campeonato sudamericano al derrotar al argentino Ernesto Miranda por decisión en 15 rounds el 19 de febrero de 1960. Antes de aquella pelea, había sostenido dos encarnizados combates con el propio Miranda que terminaron empatados. Fue ese uno de sus rivales más difíciles. Sólo en la revancha, que fue al mismo tiempo la cuarta pelea entre ellos, pudo vencerlo por nocaut.
CAMPEÓN DEL MUNDO
Estoy frente a Eder Jofre en el Hotel Doral Inn de New York. Le veo el rostro y encuentro que no tiene cicatrices. No parece un exboxeador. Hasta cuesta trabajo aceptar que este hombre realizó 70 y ocho peleas profesionales y fue dos veces campeón del mundo. Además es humilde, es un señor, un caballero en el trato con el periodista y con todas las personas que le solicitan un autógrafo.
«Cuando iba pelear con José Medel en Los Ángeles, se sabía que el vencedor se enfrentaría por el título con el campeón José Becerra. Yo vencí, pero no me enfrenté a Becerra, pues él perdió con Eloy Sánchez, a quien derroté para consagrarme campeón mundial. Fue algo grandioso. Fue la mayor felicidad de mi vida».
En realidad, Eder Jofre fue un boxeador tan sensacional, que todas sus peleas por el campeonato las ganó con absoluta facilidad. A todos los que aspiraron arrebatarle la corona los derrotó por nocaut. Excepto, claro, a ‹Fighting› Harada, el único hombre que pudo vencerlo en dos oportunidades.
«Piero Rollo fue el rival más difícil que tuve. No porque yo hubiese tenido peligro alguno, sino por el trabajo que me costó hacerlo declinar. Él no tenía pegada, pero era un toro para recibir y aguantar. Le pegué mucho durante los 10 rounds que duró la pelea. El terminó roto por todas partes: por la boca, la nariz y las cejas. Ya no quería castigarlo más, cuando terminó el combate».
De cada pelea, Eder Jofre tiene algo que decir. Exhibe una gran memoria, hasta el extremo que uno tiene la sensación de que está viendo una película de esos combates.
«En mi segunda defensa, fui a Caracas para enfrentarme a Ramoncito Arias. Él era un ídolo allá y la prensa había creado un ambiente muy difícil. En verdad, no fueron muy caballerosos conmigo. Él tampoco. Todos los días se presentaba alguna clase de presión. Por eso, ya encima del ring, cuando vi que era un rival relativamente fácil, me propuse a llevar la pelea hasta donde pudiera. No quería noquearlo. Quería castigarlo. Pero él se quedó sin fuerzas en el séptimo. Algo parecido me ocurrió con Johnny Caldwell en 1962. Cuando llegó a Brasil habló mucho. Dijo que no había cruzado el Atlántico para perder. Y dijo también que él se encargaría de probar que yo no valía nada como campeón. A ese quise vencerlo por puntos, para que aprendiera una lección: que hay que respetar a los rivales. Pero el hombre no pudo seguir más allá del décimo round».
EL HARAKIRI DE AOKI
Peleaba en todas partes. Le daba lo mismo ir a la propia casa de su rival a brindarle la oportunidad de arrebatarle el título, o pelear en su país, en Río o Sao Paulo.
En aquella época, cuando no existía la televisión comercializada que existe hoy, un campeón como Eder Jofre solo ganaba $40 o a lo sumo $50 mil por exponer la corona. Aceptada, pues, la mejor propuesta. Así, tuvo que ir a Tokio a enfrentarse a un japonesito llamado Katsutoshi Aoki.
«Un combate interesante, a pesar de su brevedad, ya que Aoki había pregonado que si llegaba a perder conmigo, se haría el harakiri en el propio ring. Por eso el hombre salió a jugarse la vida. Yo estaba en mi mejor momento y lo puse fuera de combate en el tercer round. Entonces, todo el público que había llenado el Coliseo, comenzó a pedirle que se hiciera el harakiri, como lo había prometido. Estaba furiosa de verdad aquella multitud. Aoki tuvo que irse corriendo del ring para evitar problemas. Eso seguramente le enseñó que uno no puede decir tonterías».