En su afán por reducir a fórmulas mecánicas la actividad del sistema nervioso, los científicos están yendo tan lejos, que no se hará esperar el día que en que esos mismos científicos tengan que someterse a tratamientos psiquiátricos bajo la vigilancia de los cerebros mecánicos. Se han llegado a perfeccionar los cerebros electrónicos hasta tal punto, que según parece lo único que no han podido descifrar los científicos es que esos intelectuales de laboratorio que para toda pasión tienen una tuerca y por cada sentimiento un tornillo, escriban versos influidos por Rilke o Shakespeare y se abstraigan en profundas meditaciones filosóficas.
Ya llegará el día en que se publique una novela firmada por 7RNX –un aparato fabricado por un electricista irlandés que por añadidura es analfabeta– o se enfrasque el maestro Sartre en una controversia existencialista con el cerebro electrónico fabricado accidentalmente por un radiotécnico francés.
La cosa parecería exagerada si no existiera ya la experiencia del doctor W. Grey Walter, de Londres, quien, siguiendo el proceso de formación del cerebro humano, inició sus experimentos fabricando tortugas mecánicas. El doctor Gray Walter está, técnicamente, en la Edad de piedra de los cerebros electrónicos; la edad de los monstruosos reptiles y las tortugas cuyas conchas habrían servido para que se bañara el congreso nacional en sesión plena.
Lo accidental en los experimentos del doctor Grey comenzó cuando le fue imposible determinar con exactitud el sexo de las tortugas fabricadas en su laboratorio. Sin embargo, continuó poniéndolas en movimiento, haciendo variar la densidad del agua para comprobar las reacciones y hasta produciendo temperaturas artificiales en el laboratorio cuando uno de los quelonios mecánicos le mordía al científico el doctorado índice y se mostraba visiblemente dispuesto a no soltarlo.
Sin embargo, ayer se registró un acontecimiento que estuvo a punto de obligar al doctor Grey Walter a salir por las calles de Londres en el mismo traje en que lo hizo por las de Siracusa el viejo Arquímedes, sino es porque el doctor Gray, además de la que deriva de la flema británica, se diferenciara de Arquímedes en unas cuantas docenas de botones bastante difíciles de soltar aun en los momentos de mayor exaltación. Fue, por tanto, un simple inconveniente de botones lo que impidió que el fabricante de tortugas electrónicas de Londres saliera gritando «Eureka, Eureka», como debió aprenderlo en su bachillerato griego.
La cosa fue que el inglés descubrió que de un tiempo a esta parte, cuando colocaba las tortugas a cierta distancia, ellas se buscaban insistentemente. Espinado por un hecho que no había sido incluido en sus cálculos, el doctor Grey se dio la tarea de aclarar el fenómeno y llegó a la conclusión de que las tortugas están enamoradas. Por lo menos, así lo informó a los periodistas de Londres.
Lo único que falta para que el doctor Grey se convierta en el campeón de los experimentos en animales electrónicos, es que envíe a París una de las tortugas, para ver si le escribe a la otra, esas románticas epístolas llenas de metáforas náuticas que deben concebir las tortugas.