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Uno de los sitios más populares y pintorescos de París comienza hoy a desaparecer. Les Halles se traslada. El gigantesco mercado público que por tantos años le dio a una vasta zona central de la capital francesa, un aspecto curiosamente truculento y adonde, por las madrugadas, varios millones de personas, entre ellos no pocos turistas, iban a comprar carne, huevos, quesos, frutas, legumbres, o a tomar una sopa espesa y humillante para aliviar el «guayabo» cambia ahora tranquilamente de ubicación. Se muda, como decimos los costeños.

El trasteo en realidad, no ha sido tan tranquilo. Nada puede hacerse en Les Halles sin el estrépito de sus millares de cajas repletas de vituallas que se derraman por el suelo, ensangrentado por el ajetreo incesante de las carnes crudas y chorreantes. Y el traslado final ha resultado particularmente aparatoso. Centenares de enormes camiones desocupan ruidosamente «el vientre de París», como se denomina tradicionalmente este rabelesiano rectángulo situado entre las calles de Louvre y Rivoli, y el boulevard Sebastopol. Solo se quedan, por un breve tiempo más, los expendedores de carne en ese sector, tan central que puede decirse que París tenía «el vientre en el corazón».

Lo admirable es que toda esta vasta operación de trasplante, que ha sido necesaria para remover en 64 horas un mercado medieval que funciona diariamente desde hace muchos siglos, se ha ejecutado sin ningún problema cívico. Y lo que es más asombroso: contando con el pleno respaldo de sus millares de ocupantes, que sacrifican voluntariamente sus privilegios hereditarios ante esta colosal campaña de limpieza que beneficia a toda la ciudad. Mientras en otras partes se necesita una revolución, o un incendio, para trasladar un mercado público, aquí la mudanza se ejecuta metódicamente y hasta con buenos modales y sonrisas. Las vendedoras de flores, que son las primeras en partir, tiran rosas de despedida a los transeúntes.

Poetas y escritores de la bohemia francesa internacional le dedicaron siempre un elogio entusiasta a Les Halles, un mercado que ahora se va. Y cuyas fuertes esencias le hacían oler como una alacena repleta de los quesos más rancios. Carco y Mac’ Orlan fueron quizá los defensores más apasionados. Pero no faltaron literatos que, poniendo sus principios urbanísticos por encima de sus caprichos estéticos, condenaron sistemáticamente el desorden hediondo de Les Halles. Ese sitio heteróclito en donde se violan todas las reglas de la higiene, según decía el pulcro Jean Giraudoux. Y hubo quienes llegaron a afirmar que hasta los negocios que se hacían en Les Halles eran «irrespirables».

La mugre aumentaba y no había en dónde meterla. Últimamente los problemas de espacio se habían vuelto, más que insolubles, explosivos en Les Halles, que ya desde hace un siglo resultaba insuficiente para una población entonces diez veces menor que el actual de París. En 1961 se dio la orden oficial de evacuación. Pero desde mucho antes Les Halles, a pesar de sus 30 hectáreas de extensión, se asfixiaba como en una lata de sardinas.

Y en un París como el actual, con un dinámico paisaje urbano de inmensas grúas, de grandes mezcladoras de cemento, palas y taladros automáticos, no hay cabida para un mercado tan viejo y sucio como Les Halles, cuyos únicos inquilinos reacios a la partida son un ejército de 300.000 ratas que viven en las alcantarillas del sector. Y contra las cuales, las autoridades sanitarias han emprendido ahora una batida definitiva.

La mudanza masiva ha sido al nuevo mercado de Rungit, que está situado a 12 kilómetros de París y es quizá el mayor del mundo. Veinte veces más grande que Les Halles, es un descomunal complejo de edificios, cuyas operaciones están controladas electrónicamente. Las ofertas y demandas diarias de los productores, que entran y salen en trenes de todas partes de Europa, se hacen mediante computadores y aparecen registradas en un tablero luminoso gigante. Más que un mercado, parece la Bolsa de Valores. No hay ventas al detal y sólo pueden entrar los mayoristas.

Rungit representa, sin duda, un triunfo rotundo de aquella afirmación según la cual las tradiciones son incompatibles con el progreso de los pueblos. Lo cual es cierto principalmente cuando se trata, como en este caso, de tradiciones eminentemente antihigiénicas. Francia ha dado así una muestra sorprendente de su vitalidad ante el desafío americano en este aspecto tan importante del aprovisionamiento popular de la vitualla: ha cambiado el mercado público más arcaico por el más moderno del mundo, poniendo una vez más en evidencia el virtuosismo francés en el arte de «demenager» y su contrario.

Pero a pesar de todo ello no es imposible, en la inmensa complejidad técnica y esterilizada de Rungit, que alguien tenga alguna vez ganas de tomar, después de una noche de parranda, una sopa de cebollas y de comer una pata de cerdo como solo se preparaban en Les Halles; y siente entonces una absurda pero invencible nostalgia por el viejo mercado de Francia. Al cual ahora todo París le dice adiós, como quien despide a un pariente vagabundo y cordial que se marcha a una guerra de la cual no habrá de volver.