Decididamente, Chiquinquirá estaba arrebatada por el conocido músico. Tenía todos sus discursos. Su música la sumía en una melancolía onírica que la transportaba a éxtasis arrobadores. Dicho sea sin tanta cursilería y petulancia: la dejaba desbaratada, con ganas de conocerlo personalmente. Imaginaba que su música era como arrojarse en sus varoniles brazos y recibir delicadas caricias por todo el cuerpo.
Para Chiquinquirá, el artista Jaramivitch era una ilusión transformada en deseo físico.
Jaramivitch tocaba el arpa, pero la hermosa muchacha costeña no asociaba el celestial instrumento en sus óseos. Para ella, lo mismo importaba el arpa que Don Nicanor tocando el tambor. Era el músico, el artista, sí, pero también el hombre de manos delicadas, rostro melancólico, largos cabellos románticos, vestido con un moderno chaquet de terciopelo azul. ¡Qué Chopin, ni qué melocotones en almíbar! Donde estuviera Jaramivitch, que se apartaran los demás.
Hasta que se presentó la oportunidad.
El músico dio el anunciado concierto. Chiquinquirá no faltó, como es lógico suponer. Si Jaramivitch era arrebatador en fotografía, al natural todavía lo era más. Unas manos largas y blancas salían por el encaje de las mangas de la camisa y sacaban al arpa armonías inefables.
Chiquinquirá cerró los ojos arrullada por la seductora melodía. Los dedos del artista no recorrían las cuerdas, sino el desnudo cuerpo de Chiquinquirá sacándole, en vez de corcheas y calderones, suspiros, lamentos y quejidos de placer.
Después del concierto fueron a un lugar agradable, oscuro y acogedor. La gente bailaba y bebía. La pareja conversó con espontánea confianza.
–Me encanta el sexo débil– comenzó en algún momento el artista.
–Y a mí el fuerte– declaró Chiquinquirá, disipando cualquier duda sobre sus preferencias.
Salieron a bailar. Chiquinquirá buscó la aproximación. El artista rehuyó discretamente el contacto visual. «Quizá es un gesto de delicadeza y respeto», pensó la atractiva joven. «No es como esos tipos que se pegan más que el hueso duro», volvió a reflexionar.
En la penumbra del discreto rincón donde estaban situados, Chiquinquirá confió en romper el distanciamiento que los separaba. Se volvió insinuante y maliciosa. Empezó a desplegar sus artes femeninas con esa habilidad que jamás le había llamado.
–¿Qué es lo que más te gusta del sexo débil?– preguntó al músico sin la menor timidez.
–¡Pchss! No podría precisar. Me siento atraído por él– declaró el artista.
–¡Oh! ¡Cómo me satisface oír esa confesión!
Se aproximó todo lo que pudo al hombre. Soltó dos botones de su blusita de seda para que su acompañante recibiera banderillas de fuego. Pero permaneció impasible. El tipo, como si hubiera visto dos pepinos maduros.
Lo invitó a bailar. Sin el menor disimulo, se pegó al músico. El arpa no vibró lo mas mínimo. Quedó muda.
Chiquinquirá se enganchó al tipo. Pasó sus dos adorables brazos por el cuello del músico y prácticamente quedó colgada de él.
Pero el arpa… ni do, re, mi, ni, fu, ni fa.
Chiquinquirá, ante semejante indiferencia, no pudo menos que preguntar a Jaramivitch:
–¡Oye! Tú me acabas de decir que te gustaba el sexo débil, ¿no es cierto?
–Es verdad. No lo niego– respondió el artista.
–¿Por qué, no te gusto yo?– preguntó sin disimulo.
–Sencillamente, porque yo soy el sexo débil. Tan débil, que sería imposible complacerte.