Germán Vargas, cuya muerte tantos deploramos en estos días, alcanzó una importancia a la que le dan valor perdurable sus escritos en el campo de la investigación, de la divulgación, del enjuiciamiento de nuestra literatura.
A todos asombraba la capacidad de concentración de que estaba dotado, la disposición de su mente para sumergirse, como en una especie de ensimismamiento, en la lectura y, para de este modo, quedar aislado transitoriamente del mundo, de las cosas que los rodeaban y a las que estaba, sin embargo, hondamente vinculado. Fue un gran lector que atravesaba sin fatiga hasta los más inhóspitos desiertos que, en forma de libro, pueblan las bibliotecas.
De pronto, en algún momento de los días que eslabonaron su existencia, sentado en aquella mecedora en la que vivió las apasionantes aventuras que siguen zarandeando a los hombres desde los tiempos de Homero, aparataba su vista del libro que había estado bajo su mirada, se quitaba los anteojos y, como en un rito, se estragaba suavemente los párpados, diríase que poco a poco, se reincorporaba al mundo del que había estado ausente, separado. Tranquilamente habían transcurrido cuatro, cinco, seis horas de lectura. Como si nada.
Albert Thibaudet distingue dos clases de lectores: el «lecteur» y el «liseus», que es, en castellano, como quien dice, el «lector» y el «leedor».
Germán Vargas era una y otra cosa y en señalar las diferencias entre una y otra, que quizá sean obvias, no voy, por ahora a detenerme.
Estos días, muchos, para referirse a él, a Germán Vargas, hablan del «lector voraz» que había sido. Con esta expresión que lo señalaba como un «devorador de libros» se quería hacer un elogio. No, no es feliz, no es apropiada la citada expresión. Germán, por supuesto que sí era un lector permanente, un lector infatigable, pero era un lector que le gustaban los autores cuyas obras desentrañaba, que se deleitaba con los matices de las frases, que las pesaba, que las meditaba, ya para aprobarlas, ya para rechazarlas, ya simplemente para pasarlas por alto, para ignorarlas. No, Germán Vargas no era un maniático engullidor de libros.
Germán Vargas fue un crítico de rara perspicacia, un genealogista de la novela y del cuento. Y de esos atributos a los que acompañaron otros de sutiles manifestaciones surge su preciosa contribución para mejor entender y disfrutar, si es el caso, las horas de los creadores literarios.
Ahora Germán Vargas ha muerto y todos nos preguntamos qué vamos hacer sin él. Ahora que él no está ya más con nosotros, ¿a quién acudirá al poeta nuevo y anhelante para mostrarle con humildad sus versos? ¿A qué puertas llamará el novelista que se inicia y que a él, a Germán, le habría llevado su manuscrito en busca de un consejo?
Y el pintor con sus trazos, con su urdimbre de forma y color, ¿hacia donde encaminará sus pasos en busca de orientación? Porque Germán Vargas, sin proponérselo, se había convertido en un mentor y ejercía con una bondad en la que nunca se puso el sol y en la que nunca estuvo ausente la ironía, ni el buen humor. Era un consejero sin arrugas en la frente porque él disfrutó de las no desmentidas virtudes desarrugadoras de ese buen humor que suele distinguir al hombre sabio de quien no lo es.
Fue, por supuesto, un periodista completo que ennobleció esta noble profesión y que supo cubrir con decoro y con talento todos los niveles del oficio, desde la crónica roja hasta la adultez del editorialista.
Encerrar, envasar en unas cuantas palabras cuánto abarcaron los 72 años que miden, en el tiempo, su vida ejemplar, no es posible y sería necio intentarlo. A esa tarea hay que renunciar de antemano.
Y del amigo que ya dejó de estar a nuestro lado, qué decir, qué vamos a decir, qué podría decirse. Dejemos que todo esto transcurra en un silencioso drama interior que se inició desde el instante aciago en que Germán dejó de ser uno de los nuestros, en que ya no fue uno más de los nuestros semejantes para convertirse en nuestro superior, con esa jerarquía invulnerable, inviolable que da la muerte.