Desde el comienzo de su embarazo, Doris Beatriz Armella (mi madre), siempre deseó parir una niña. Soñaba día y noche con el asunto. La imaginaba blanca y rubia como ella, con los ojos verdosos de su hermano José y la nariz respingada de Edith, la menor de sus hermanas.
Un día, a solas con Roberto Better (mi padre), le preguntó qué nombre le gustaría colocarme si nacía varón. Él solo se limitó a responder: «Si tienes un niño, lo más seguro es que tú y su abuela lo vuelvan maricón».
La primera decepción que le di a mi mamá en la vida fue con el sexo que me fue asignado al nacer. Una decepción pasajera, porque con el tiempo me convertí en su adoración.
Desde que tengo memoria me sentí diferente. Intuía que algo en mí no andaba del todo bien. Y hoy, 40 años después, puedo ver con claridad las cosas.
Debo confesar que hasta mi pubertad me sentí una persona transgénero, solo hace muy poco pude llegar a esa conclusión. El tránsito hacia mi identidad de género fue interrumpido por una simple razón: el miedo.
En el momento en que me asumí como «homosexual» frente a mi madre, castré el deseo de convertirme en una mujer, ya que uno de sus temores fundamentales era ver a su hijo «travestido» ante la familia y la sociedad.
No quedando otra salida, me vi obligado a asumirme como gay, como un hombre a quien le atraían los otros hombres. Tránsito que también resultó doloroso y frustrante. En mis primeros años de infancia mi ambigua fisonomía era una constante de cuchicheos e insultos.
–¿Eres niño o niña?
Esa era la pregunta de todo el que se me cruzaba en el camino. Un interrogante que quedaba rebotando en mi cabeza como una pelota de ping-pong. Los maltratos en el colegio eran asunto de todos los días. Nunca aprendí a pelear. Fui un niño cobarde y un adulto que procuró nunca meterse en problemas para no terminar con la cara hecha pedazos a manos de un energúmeno. Aun así, no escapé en mis años de primaria a los abusos de un niño algo mayor al que llamaban ‹Chito›.
Pero, hijo, ¿cómo te dejas hacer esto?, ¿es que no tienes manos para defenderte? indagaba mi madre al verme regresar del colegio con la cabeza empeguntada de avena y restos de sándwiches de huevo que ella amorosamente me preparaba de merienda todos los benditos días de clase. ¡Es una vergüenza! ¿Es que no tienes pantalones o te cuelgan de adorno? Era la primera vez que mamá me gritaba.
El infierno terminó cuando cursaba segundo grado y el desquiciado de ‹Chito› fue trasladado a otro colegio. Cuando se lo dije emocionado a mamá, ella contestó amargamente:
–¿De qué sirve? Ya has perdido lo que un «hombre de verdad» puede preciarse desde que es un niño.
–¿Y qué es eso, ’ama? –le interrogué.
Pero no contestó, aunque bien sabía de lo que ella hablaba. Ella hubiese sido feliz de que un día de aquellos regresara a casa con la sangre de ‹Chito› impresa en mi uniforme. Y como nunca fue así, me convertí en el mariquita de cada colegio a donde llegaba.
Ser gay, transgénero, lesbiana, o lo que sea que no esté dentro de la normatividad nos hace carne de cañón para ciertas personas que parecen deleitarse en lo que ellos asumen como una debilidad de la naturaleza o un retorcido experimento de la genética.
Hay que ser amargo para soportarlo. Hay que tener paciencia, hay que batallar con uno mismo y luego con los otros.
Por ejemplo, en la cultura wayuu, un hijo gay merece la expulsión inmediata del clan. Al «asinas», como se dice en wayunaiqui, se le considera maldito y una persona que carga consigo la sal del mundo. Para algunos padres del Caribe colombiano es de común uso la frase: «Prefiero que mi hijo sea puta o ratero pero nunca marica». Entonces el marica tiene que salir del hogar y amarrarse los pantalones para pelear cara a cara contra el mundo. Muchas veces no le queda otra que la calle y la prostitución. Un día llega el sida o los homofóbicos, como otros verdugos que se suman a su infortunio, y lo tiran a patadas contra el suelo. Allí se queda en silencio tratando de descifrar lo que dice el viento mientras es vejado de todas las formas posibles.
Se supone que desde los disturbios de Stonewell a la fecha, los vientos han cambiado, y ahora, después de tanta tormenta, siempre sale el arcoíris de la reivindicación.
En la autopista del nuevo hombre diverso, el diferente exige boda, luna de miel e hijos. Uno cree que las cosas han cambiado y aplaude con euforia cuando un nuevo país da vía libre a las uniones igualitarias, y damos gritos de júbilo cuando un niño deja las cunas del abandono y llega a parejas del mismo sexo. Y eso está bien, supongo, pero un día abres el periódico y te encuentras con la mirada del niño triste de Sergio Urrego contándole al mundo lo pavoroso que resulta asumirse homosexual dentro de las aulas escolares. ¿Entonces, de qué sirven entonces las supuestas luchas ganadas a una sociedad de hipócritas que no respetan el vuelo libre de un niño, el rojo corazón libertario de un pequeño que clama un mundo donde su sexualidad no represente ese infierno que le hicieron padecer en vida y que lo impulsó a dar un salto al vacío que acabó con su vida?
Bien sabía Urrego que su muerte representaría el nacimiento de una nueva conciencia. Hasta la construcción de un monumento a su memoria ordenó la Suprema Corte al colegio donde fue tan infeliz porque, como dijo el gran Pedro Lemebel: «hay tantos niños que van a nacer con una alita rota/ Y yo quiero que vuelen compañero/ Que su revolución les dé un pedazo de cielo rojo/ Para que puedan volar».
Con la creación de Colombia Diversa en 2004 se creó en el país un primer observatorio donde la comunidad LGBTI ha tenido hasta hoy un ente que vela por sus derechos. Desde entonces en todo el territorio nacional la creación de diferentes mesas de trabajo y fundaciones han visibilizado los problemas que más aqueja a los LGBTI. A pesar de ello, mucha gente de la población no deja de percibir a estos entes como solo receptores de dineros del Estado y de diferentes ONG alrededor del mundo que en nada les representa o defiende.
A pesar de todo, los «raros» ya no tenemos el miedo que nos invadía en décadas anteriores. Parece haber una primavera gay que nos hace florecer en racimos. A pesar de las rechiflas y burlas, de las risas a nuestras espaldas, a pesar de los muertos que la homofobia ha dejado, seguimos en pie.
Ignoramos si al final del arcoíris haya una olla llena de monedas de oro. Yo solo espero y anhelo un horizonte despejado donde se pueda caminar libremente, donde nada interrumpa nuestro eterno diálogo con el viento.