Mujer que lleva una hoguera entre las piernas
Mujer hubiera seguido siendo semejante a la Estatua de la Libertad, a la madre Teresa de Calcuta, o a un manojo de hierbabuena, pero un día tuvo conciencia de la hoguera que llevaba entre las piernas. Fue una feliz iniciación, en un otoño tedioso. Se había subido en el metro en uno de aquellos días en que una mujer se sabe desgraciada (o no se sabe mujer). Se había agarrado con fuerza de un soporte y se sentía como un jamón colgando en un cuarto trasero, cuando el metro se detuvo en la estación del barrio ruso. Un hombre, que nunca vio, se estrechó contra su espalda. Los puntos en que sus cuerpos coincidieron, le dijeron que se trataba de un hombre grande. Grandes sus manos, que entrelazaron las de ella. Grande su sombra que se cruzó con la de ella. Olía peligrosamente a hombre dispuesto, y a lo que huelen los vientos del Mar Báltico. Su cercanía y su geografía le revelaron que las guerras y la expansión del universo son idioteces. Mujer apretó las piernas, como lo hace una mujer cuando sabe que es cuestión de vida o muerte (aunque alcanzó a sospechar que es preferible soltarlas y morirse). El metro siguió su curso de Norte a Sur, de Sur a Norte, de Norte a Sur, de Sur a Norte. Todo el día. Hombre agotó sus malos pensamientos, y sus reservas de testosterona. Mujer sus resistencias y su miedo a lo desconocido. En ambos ocurrieron mutaciones y pérdidas. Mujer supo que se hallaba en la antesala del infierno. Cerró los ojos, y dejó que se quemaran su abrigo rosa y su faldón acampanado, sus argollas de oro Golfi, sus botas de cabritilla y el libro de Buen Amor que había estado leyendo. Cerca de la medianoche se bajó en una estación. En cualquiera, nunca supo en cuál de ellas. Pudo ver desde la acera el cuerpo carbonizado de un hombre grande que colgaba de un soporte. Desde entonces, Mujer sabe que es mujer.
El revólver
Con sólo pasar la mano sobre la cacha de nácar del revólver que heredó de su hermano, Pacífico Montalbán olvidó los argumentos con que defendía ardorosamente el cristianismo. Fue después de extender la yarda de terciopelo turquí que envolvía el artefacto y verlo arrogante, con idéntica disposición para la justicia o para la infamia, que comenzó a descreer de la legitimidad de su nombre; de su fe, que reposaba en la primera epístola del apóstol San Pablo a los Tesalonicenses, capítulo 5, versículos 15 al 24; de las faenas heroicas que tanto glorificaba el Himno de la República, y de la efectividad de los trescientos ochenta artículos de la Constitución Nacional.
A Pacífico Montalbán desde entonces lo persigue el deseo de vaciar la munición sobre algún cuerpo. Al principio pensaba en ladronzuelos y estafadores, en políticos y directivos de la banca, en paramilitares y narcotraficantes, en voraces manejadores de la cultura y en contratistas del Estado. Pero las ganas de apretar un gatillo lo han ido acercando peligrosamente a las simplicidades de su mujer; al gesto dictatorial que proviene de su dedo índice, a sus palabras retroactivas, sus convergentes opiniones, y al magnífico manejo que les ha dado a sus implantes mamarios. Pacífico Montalbán ahora está convencido de que un hombre con un revólver es una especie de clarividente. Que está obligado a dos cosas: a defender su honra y a descifrar las intenciones del arma y someterse a ellas. Espera su hora.
Perla
Cuando Perla era una adolescente murió momentáneamente debido a una disfunción respiratoria. De lo sucedido le quedó la sensación de tener los oídos taponados con gasa quirúrgica, y un ligero recuerdo de que los mocos le sabían a jugo de tamarindo. Durante el vertiginoso tránsito circular alcanzó a comprender que la primera hora, la que separa días y noches, es la más oscura y la más equivocada; porque en justicia la primera hora de los hombres debería ser siempre la primera luz. Pudo también comprobar que eso que se dice de que nacimos para morir en una fecha precisa tiene mucho de lógico, pero poco de cierto. Morimos a cada rato; al final de todo acto consciente, de todo roce de dicha, de cada asomo de envidia y de cada razonamiento. Después de aquella experiencia Perla dejó la propensión a reflexionar y decidió ser una mujer común y corriente. Una mujer de las que se casan con un tipo adinerado, alto, simpático y tonto. Mejor si es un congresista, un concejal o un diputado. Una mujer de las que prefieren hijos de aspecto nórdico y mirada paleolítica; de aquellas que no envejecen, ni les traquean las rodillas cuando trotan, ni se les caen las tetas gradualmente. Una mujer dispuesta a hacerle honor a su nombre en todo momento. Una Perlita.