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Ramón Illán Bacca tiene un agudo sentido del humor, y eso es lo que sus lectores destacan por esa manera tan singular de entretejer historia y ficción en medio de situaciones insólitas. No obstante, sus textos están cargados de un mensaje trascendente que se repite hasta la angustia, de manera que poco se observa la seriedad con la que escribe. Es de los contados escritores que pudieron alcanzar un estilo y una voz propia, que pudieron superar la notoria influencia de Gabriel García Márquez entre los de su generación.

Una mañana de agosto, en medio de un calor abrasivo, lo alcancé a divisar al otro lado de la calle mirando de un lado a otro. Parecía haber extraviado su camino. La canícula estaba instalada en lo más alto del eje terrestre, a esa hora deambulaba a saltitos por la acera contraria a la de la Biblioteca Piloto del Caribe, en el tráfago vehicular de la Vía 40. Cuando me detuve a saludarlo me explicó, dejando mi mano extendida, que había ido hasta allí para acompañar a Miguel Iriarte en su carro hasta Calamar, en el departamento de Bolívar, para participar en un evento homenaje a Meira Delmar y a Gustavo Ibarra Merlano. Está de mal genio, no tanto porque Miguel ha debido aplazar el viaje, sino porque los choferes de taxis, a quienes llama «emperadores de la ruta», no se detienen ante su llamado. «Esta es Barranquilla, procera e inmortal», dice a manera de saludo cuando lo invito a subirse en mi auto. «Pasan dos o tres carros amigos, dan un pitido amistoso, hasta hacen un ademán cordial, pero ni de fundas que invitan. ¿Por qué será que en esos momentos pienso en el árbol genealógico de los amigos con carro?», dice, y muestra al fin una sonrisa. Me pregunta si por casualidad tengo ruta hacia Calamar y, tras confirmárselo, al tiempo que hace un gesto de no creerlo, su semblante se ilumina. Su temperamento es nervioso, se mueve con facilidad, no obstante su figura regordeta y su malogrado ojo. Levanta sus gafas con asiduidad y se limpia de la frente el sudor con un pañuelo.

Ya estábamos en la ruta. De la Vía 40 pasamos a una atiborrada calle 30 que, a esa hora, por ser día de mercado, está inundada de carros que hacen más lento nuestro tránsito por ella. Para no dejar que esa circunstancia nos indujera mal genio, iniciamos una informal conversación acerca del Canal del Dique, mientras la vía se va despejando en la medida en que salíamos de la ciudad. Me dice que no ha ido antes a este puerto fluvial que visitaremos y que alguna vez tuvo gran significación como enclave entre Cartagena y el interior del país. Lo poco que sabe es que las primeras culturas cerámicas nacieron en la zona del canal, eso se lo dijo alguna vez el antropólogo Carlos Angulo Valdés. Le digo lo único que pude conocer antes de salir: que su extensión debe ser unos 120 kilómetros entre Calamar, a orillas del Magdalena, y Pasacaballos, en la bahía de Cartagena. Nos reímos de nuestra suma de ignorancias y, para compensarlas con nuestras miradas a otras latitudes, le pregunto sobre su reciente viaje a Europa, del cual he conocido aspectos fragmentados por versiones de amigos comunes.

Me invitaron a un congreso académico en Toulouse, organizado por Jacques Gilard. Llegamos profesores de 17 universidades, casi todas europeas, y algunos de Colombia, con la característica común de tener estudios muy sesudos sobre la obra de Marvel Moreno. Yo fui en representación de la Universidad del Norte, pero eso no significa que me hubieran pagado los pasajes, pues tras unos días de incertidumbre, finalmente los proporcionó el Ministerio de Cultura. Pero bueno, el asunto es que fui. A mi paso por París estuve almorzando en casa de Julio Olaciregui, allá llegó Efraín Cortez, «el pintor del barrio Abajo» y lo que me mostró de su obra me gustó, pero no me pareció tan bueno como lo que le conocimos cuando vivía aquí, aquellas escenas que pintaba de su barrio y su gente, ahora era más Trianón, más Atenas y combinaciones que hace él con Aquiles y la Tiendecita, así más o menos era ese cuento.