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Una cerveza helada fue el combustible que necesitaba. Se miró en el espejo y respiró hondo mientras delineaba su bigote y ultimaba detalles de su barba. Miró su reloj: ya era hora de salir. Terminó su bebida en cuatro largos tragos y fue como si hubiera recobrado la vida. Emoción, euforia y hasta miedo sintió cuando se puso sus lentes de sol y agarró el machete de madera. Vio su reflejo por última vez: parecía un hombre.

Era la Batalla de Flores de 1957. La gente observaba con curiosidad a uno de los miembros de El Congo Grande que se veía un poco más menudo que los demás. Era Alba Ahumada, de 17 años. Una mujer que le dio un giro a la historia de la danza vistiendo por primera vez el turbante cilíndrico, la capa y los pantalones coloridos, símbolos de estos negros guerreros.

Tres años atrás Colombia aprobaba el voto femenino, pero fue hasta diciembre del 57 cuando las mujeres decidieron en las urnas. Alba aún era menor de edad para sufragar. No obstante, antes del Miércoles de Ceniza ya se había estrenado en el Camellón Abello, antiguo Paseo Bolívar, por donde desfilaba el Carnaval en la época. Bailó en una danza que, en ese entonces, era netamente masculina. Lo hizo con «los pantalones puestos» en un territorio «gobernado por machos». 

«Mi pasión por el congo empezó siendo una niña. Yo me iba bailando detrás de las cuadrillas, imitando los movimientos que ellos hacían. Vivía en el Barrio San Felipe, muy cerca de donde ensayaban. Cuando volvía, mi mamá me pegaba y mi papá tenía que decirle que me dejara quieta, hasta que por fin salí en la Batalla de Flores. Admiraba a los congos, me maravillaba su traje pero no podía usarlo por ser mujer. Un día me decidí porque quería lucirlo con honor», rememoró Alba, hoy con 78 años.

Su sonrisa cálida sigue siendo la misma, solo que ahora tiene profundos surcos alrededor de los labios; cerca de sus ojos vivaces se forman decenas de pequeñas zanjas y su cabello se tiñó de gris. El paso avasallador del tiempo le trajo a Alba la vejez, dejándole como saldo un ligero temblor en sus manos y problemas con la presión arterial.

A su edad, bailar bajo el sol que golpea la Vía 40 en días de Carnaval es una misión casi inmisericorde.

Hace tres años tomó la decisión de guardar su traje de congo de manera definitiva. Los quebrantos de salud le llevaron a abandonar la danza tras seis décadas, dejando el alma en aquel pavimento caliente para seguir siendo portadora de una de las tradiciones más valiosas de los barranquilleros.

Alegre, dicharachera y comprometida, así la definen quienes la conocen. 

—Hey, ¿te viste el partido del Junior? tremenda remontada—, le gritó desde la terraza de su casa ubicada en el barrio Cordialidad a una vecina que barría la cuadra, mientras ella se tomaba un tinto.

«Ya les dije a mis hijos que cuando yo me muera me entierren con el traje de congo. Si no me lo ponen les salgo en la noche», dijo dándole paso a una estrepitosa carcajada que hizo eco en su pequeña vivienda ubicada en el suroccidente de la ciudad.

«Me casé a los 17 años. Mi esposo era 40 años mayor que yo y era celosísimo. Yo soñaba con bailar, pero me enfrentaba a dos problemas: el dominio de mi marido y que en el congo no aceptaban mujeres, entonces me convertí en hombre. Ese fue mi mayor acto de rebeldía», aseguró. 

Los congos eran una danza guerrera, por ese motivo no aceptaban mujeres. Según historiadores del Carnaval, estos grupos africanos que nacieron en la colonia vivieron las épocas de la violencia bipartidista, cuando el país estaba inmerso en una disputa entre liberales y conservadores. 

Así como en muchas esferas del país, los grupos folclóricos no fueron ajenos a esta coyuntura política. Esto fue simiente de una antigua rivalidad que se dio en los diferentes bandos de congos, pero que con el paso de los años se volvió pacífica. 

«Antes se hablaba de la conquista. Era cuando una danza le quitaba la bandera a otra el martes de Carnaval. En aquel tiempo no salían mujeres, precisamente porque eran guerreros», explicó Carlos Sojo, hacedor e investigador cultural.

Para Adolfo Maury, director de El Congo Grande, Alba Ahumada es una precursora que se atrevió a transformar su entorno desde la danza; sin embargo, su legado ha sido subvalorado.

«Ella es una leyenda viva en la Danza del Congo. Lo que hizo era impensable para una mujer en esa época. Mi abuelo, Ventura Cabrera, le abrió las puertas de la danza y ella no solo asumió su papel de congo, fue una líder, una heroína cuyo nombre no está inmortalizado en la historia de los grandes hacedores», apuntó. 

Alba desempolvó su traje y fue como si cientos de fotogramas por segundo atravesaran su mente. Un dejo de nostalgia cruzó por sus ojos al acariciar la capa negra —un símbolo de luto que lleva El Congo Grande para homenajear a sus difuntos—. Sonrió y disipó cualquier asomo de fugaz melancolía. Se puso el pantalón sobre la ropa y se dirigió a la entrada de la casa con su habitual paso cansino, pero revestida de la autoridad.

—No hay toro que ronque y brame cuando llega El Congo Grande, es el dueño de la plaza, el papá del Carnaval—, canturreaba uno de los corillos de la danza haciendo las poses casi sin dificultad ante la mirada curiosa de los vecinos.

«Alba vuelve al ruedo», se escuchó a lo lejos. 

«El traje de congo es anhelado para mí, no me gustan esas polleras. Nunca usé ninguna, siempre vestí con pantalones y así me siento fuerte», agregó. 

Esta mujer enfrentó grandes retos al ser madre a muy temprana edad y esposa de un hombre mucho mayor que ella, que en sus palabras «le hizo la vida imposible», sin embargo, nunca se ha recuperado del dolor de haber perdido a dos de sus cuatro hijos. 

Desde esos episodios, en cada lumbalú —ritual funerario afrodescendiente— en el que participó les dedicó sus más sentidas plegarias. La muerte es un tema del que prefiere no hablar, aunque asegura no tenerle miedo. 

«Yo nunca le tuve miedo a nada. Siempre fui una mujer trabajadora y echada pa lante. A mi esposo lo abandoné porque no iba a soportarle maltratos, duramos 16 años. Yo no me merecía eso porque era una mujer correcta», añadió. 

Otros congos. La danza del congo es una de las más tradicionales del Carnaval. La conforman parejas de hombres que realizan coreografías en forma de culebra, mariposa y caracol, acompasados por el sonar del tambor. Actualmente la acompañan grupos de mujeres y disfraces de animales.

 El periplo de Alba por el Carnaval la hizo muy popular entre las danzas. Su voz era jerárquica entre sus compañeros de cuadrilla, por ello siempre fue seguida y respetada. 

«Una vez salí de discusión por vainas insignificantes con Ventura Cabrera, director de El Congo Grande, y para hacerle la maldad me le llevé treinta participantes de la danza y fundamos hace veinte años el Congo Dinastía, que es ahora liderado por Leonardo García. Hace quince años tuve también diferencias en el Dinastía y me llevé a otro poco de gente para crear el Congo Parrandero. Cuando Adolfito fue director me decía ‹Albita, véngase. Usted aquí tiene su puesto seguro›, entonces me regresé hasta que la salud me lo permitió», añadió.

En aquel tiempo, los congos tenían fama de machistas, borrachones y peleoneros. No obstante, la llegada de Alba a la danza, según los miembros, le dio un giro al trato entre los participantes. 

«No tuve enemistades, no me faltaron el respeto, ni me llevé nada a pecho. Yo los regañaba cuando se portaban mal, les decía: ‹nojoda cómo es que ustedes siendo miembros de esta danza se porten así. Si no quieren la danza lárguense».

Alba ama El Congo Grande con la pasión y fiereza con la que se aman pocas cosas en la vida. Se levantó de su silla por unos segundos y regresó con un retrato en la mano. Era una fotografía suya en la que vestía su entrañable traje.

Sobre el maquillaje se notaba la lozanía de su piel a los 17, hoy signada por las huellas de la edad. Tenía su machete empuñado en la derecha y una cerveza en la izquierda. La imagen eternizó el momento en que su vida cambio para siempre, cuando cumplió ese anhelo que hacía galopar su pecho desde que era niña al ver bailar a los congos. 

«El congo es todo para mí. Yo amo esta danza porque plasmó mi lucha y me hizo guerrera. No siento tristeza porque me di gusto de todo. Era ronera, dejé el trago hace cinco años y ni falta me hace; bailé y disfruté la vida. El Carnaval no me da nostalgia porque mucho lo gocé, lo único que extrañaría sería no ponerme más el traje. Por lo demás, puedo morir satisfecha», concluyó dibujando una sonrisa.

*Crónica ganadora al premio Ernesto McCausland categoría Prensa 2019.