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Manuela, con timidez, está parada en la puerta de su choza. La acompañan su hija y su pequeño nieto. «Nosotras estamos en la casa y los hombres salen a cultivar», dice la mujer.

La ‹juw› está a la entrada de las aldeas, llamadas por los kogui como kuibolos. La edificación es circular, como de tres metros de diámetro y está construida de piedras, barro y palos.

El techo de la choza o del ‹juw› (en nombre kogui) está hecha de hojas de palma como de 7 metros de altura. En la parte superior de la casa tiene dos puntas que representan las antenas de un escarabajo y son utilizadas para comunicarse con la naturaleza.

Entre el techo y las paredes hay una pequeña abertura que permite la circulación del aire y la salida del humo de la cocina. En ese mismo espacio hay como una especie de repisas donde ponen objetos.

La casa no tiene división. Es un grande salón donde está todo agrupado y sirve para todas las funciones.

«Cocinamos acá adentro con leña. Es una tradición. Solo se cocina fuera de la casa cuando hay eventos especiales o alguna actividad», señala Manuela, en un mediano español.

De noche, la casa es alumbrada por el mismo fuego de la cocina y sus habitantes se acomodan alrededor, para comer, hablar y esperar la hora de dormir.

Una familia completa (de 10 personas) puede habitar la choza. «Acá vivimos todos. Nos cuidamos, preparamos los alimentos y tenemos todas nuestras pertenencias», afirma la mujer.

La ‹juw› de Manuela está a dos casas de la ‹nuhue› (una cabaña grande donde solo se permiten la entrada de los hombres). En ese recinto se discuten situaciones de la vida cotidiana de los kogui.