El génesis de su viacrucis está fresco en su memoria. Recuerda con suma precisión que cada aspecto de su vida en febrero de 2018 estaba dentro de los parámetros normales. Los asuntos del hogar y a nivel profesional marchaban viento en popa y no había razón o síntoma en materia de salud para alarmarse. Sin embargo, de un momento a otro, en un giro típico de los asares del destino, todo lo que construía sólidamente se empezó a desmoronar.
En el sorpresivo e inesperado mes Mayra Jiménez sufrió una hemorragia nasal que intentó contener tapando las fosas de su nariz con sus manos, pero el brote, constante y doloroso, encontró otros caminos de salida y sus ojos terminaron emanando sangre a cántaros. Ese día, agobiada por la dramática escena, la joven estudiante de enfermería y madre de dos hijos pequeños se dio cuenta que algo tremendamente malo ocurría en su cuerpo. Comenzó su infierno y los golpes no pararon de llegar.
Mayra, abrumada por la situación, se trasladó inmediatamente a un centro hospitalario en Barranquilla, donde luego de practicarle un tac de senos paranasales (estudios de las cavidades frontales de la cara), los médicos le informaron que un pequeño tumor benigno había sido detectado en el hueso de su nariz. A partir de ese momento y, sin saber a ciencia cierta cómo encontraría la solución a sus males, la joven madre afrontaría un prolongado calvario ante la negativa de los diferentes galenos de la ciudad, que no se atrevían a realizarle la extracción del quiste.
«A mí me realizan una biopsia y el estudio arrojó que el tumor benigno que tenía era una displasia fibrosa, un tumor que no se puede tocar porque empieza a crecer mucho. Los otorrinos en Barranquilla no se atrevían a operarme por esa situación y me tenían de un lado para otro. Era muy difícil lo que estaba viviendo. A esa altura ya el tumor estaba creciendo y las hemorragias de sangre seguían siendo constantes. Aquí no sabían bien qué era, no querían tocarme ni hacerme nada. Yo sufría mucho por lo que me tocó entablar una tutela para que me intentaran solucionar, pero nada pasaba», relató Jiménez.
Los meses transcurrieron y Mayra, de 23 años en ese entonces, empezaba a sufrir con mayor crudeza los estragos del odiado intruso que ahora habitaba en su cuerpo. Su rostro, diezmado por la enfermedad, estaba cambiando y todos se daban cuenta. Para colmo de males, los niveles de su hemoglobina disminuyeron a niveles alarmantes, agudizando el problema.