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Por Alicia Miranda

Todo encuentra su lugar. Tarde o temprano, todo se abre espacio. El mundo se acomoda, explota con furia, y lo que antes estaba dormido despierta en turbulencia. Entonces el invierno deja que ardan las brasas, que el universo se sacuda: que la vida retoñe de la naturaleza muerta.
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Es en el refugio donde nace lo inimaginable; también la esperanza. En este final de década marcado por migraciones entre un continente y otro, con Gretas navegando por el Atlántico para hacernos pensar en la necesidad perentoria de aplastar el desaforado consumo de recursos, hay quien piensa en la esperanza. Hay quien la pinta.

Omar Mendoza (Barranquilla, 1989) la hace brotar de muebles. También de pianos. A veces de caballos de madera. Hace parecer que siempre hubiera estado ahí, flotando en el aire líquido, sobre sillones señoriales, entre niños de rostro oculto y mantarrayas de rastro de espuma.

Suelta tigres en muebles clásicos y los pone a andar entre la selva indómita, entre troncos y verdes, y un papagayo que vuela. Reclaman su lugar acurrucando a un pequeño rubio, rubito, en un rincón del sofá, casi imperceptible. Y hay niñas cegadas por mariposas, trepadas en sillas. Pianos que revientan en raíces y verdor. Una «relación hombre-naturaleza interrumpida», como el mismo artista la describe, pero al mismo tiempo simbiótica. Redentora, si se quiere, en un universo que se abre paso entre nosotros, los humanos, y que poco a poco reclama y «toma su lugar en una calle, en un hogar».