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No puedo dormir. El reloj del celular marca las 3:18 de la madrugada del miércoles 25 de marzo. Ya es el primer día de aislamiento preventivo en Colombia decretado por el presidente Iván Duque para tratar de reducir y contener la propagación del coronavirus. También es mi primer día de teletrabajo con EL HERALDO después de que estalló la emergencia mundial por la enfermedad.

Venía laborando desde hace dos semanas tomando algunas precauciones por la pandemia, que ya estaba ganando terreno en todo el globo terráqueo y comenzaba a generar medidas en nuestro país como la suspensión de eventos de más de 500 personas.

A pesar de que ya se conocía la suspensión de la Asamblea del BID, la Copa Libertadores y la Liga Colombiana, entre muchos otros eventos de todo tipo, todavía no se dimensionaba realmente en gran parte de la población barranquillera la facilidad de contagio del Covid-19 y todos los traumas que traerían consigo los intentos por detenerlo. Yo, que tenía a mi esposa en la semana 36 de embarazo de nuestro segundo hijo, Maximiliano, ya andaba con los pelos de punta. Miraba con incertidumbre y con desconfianza todo, en vista de lo que sucedía en Italia y España, que empezaban a alcanzar las cifras de infectados y víctimas fatales de China, país en el que surgió el virus (más exactamente en la ciudad de Wuhan).

'Si esas naciones europeas, con sistemas de salud superiores a los nuestros, se encontraban en semejante crisis sanitaria, ¿qué sería de nosotros?', pensaba alarmado.

Por eso el domingo 15 de marzo, en mi rol de editor deportivo de EL HERALDO, cuando salí a hacer un recorrido por las canchas de la ciudad para ver si se habían frenado los partidos de fútbol en los barrios, como sí sucedió con la actividad deportiva en todo el universo, Jonás, el conductor, y César Bolívar, el reportero gráfico, los dos compañeros que tuve en esa misión periodística, nos armamos con una botellita de alcohol para lavarnos las manos después de cada parada.

Las canchas barriales estaban llenas de niños, jóvenes, adultos y veteranos que jugaban como si no pasara nada. No sabía si estresarme o relajarme con la tranquilidad de la gente. Opté por levantar el ánimo, pero sin bajar la guardia. Desarrollamos nuestro trabajo y nos divertimos con las ocurrencias de los ciudadanos sobre el coronavirus, pero casi nos acabamos el alcohol. No nos confiamos.

'No se puede dar papaya, viejo Rafa', dijo Jonás, con su peculiar tono de voz.

La misma actitud estaba asumiendo con mi esposa, Diana Lucía Rincón. Ella, con su pelota de baloncesto en el abdomen, como a veces le decía jocosamente a su hermoso estado, seguía en la jugada del departamento de mercadeo de la Fundación Zoológico de Barranquilla, pero con su respectiva dotación de antibacterial y el lavado constante de manos.

Así, pero quizá al doble, andaba yo en las oficinas de EL HERALDO. Hasta me dio una dermatitis en la muñeca derecha de tanto jabón. Una vez abusé tanto que las manos me quedaron como esponja y a pesar de haberlas bañado con mucha agua en varias oportunidades, continuaba saliendo espuma al frotarlas.

Prefería no saludar de mano y mucho menos de beso, pero si me estiraban los cinco dedos o el puño, ponía el codo por cortesía. Evitaba el mínimo contacto. El martes 24, en un momento de preocupación y estrés, tuve una discusión con un compañero que insistía en la unión de manos y no entendía mis precauciones básicas. Le parecía extremista. Luego le presenté disculpas y le expliqué que la pronta llegada del hermanito de Luciana, mi primogénita de 8 años de edad, me tenía en alerta máxima.