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Las tardes en La Perla, la barriada más popular y –supuestamente– más peligrosa de Puerto Rico, cambiaron. Ahora huelen a pan caliente. A tres calles del malecón y a una de la muralla, un isleño soñador llamado Abraham Martínez abrió hace siete semanas la primera panadería comunitaria. Transformó un garaje sucio en un local blanco lleno de mogollas. Donde antes había gasolina hoy hay tornillos, pero de hojaldre.

En esta comuna de rincones maltrechos y casitas de colores, los niños serpentean entre callejones estrechos. Se acercan a la orilla para ver caer el sol junto a las gallinas, que hacen huecos en la arena y se entierran, pero no para empollar, sino para que les caiga el rocío salado de la marea que choca contra las piedras. Ahora lo hacen con pan. Ahora tienen dónde comprarlo sin subir al Viejo San Juan. Juntan centavos para cambiarlos por mallorcas, unos panetones glaseados que cuestan dos dólares. Se las reparten. Disfrutan cada mordisco sentados en la playa. Como si no pudieran repetirlo, como si Martínez no abriera mañana.

EL MODELO DE NEGOCIO. Que haya una panadería en el barrio es novedad, pero el modelo económico que permitió su creación lo es más, pues fue abierta con recursos entregados por el Gobierno, unos 47.000 dólares, en plena crisis fiscal.

Que la calle no sea lo único 'caliente' es noticia en esta especie de favela ubicada entre dos castillos, el San Cristóbal, declarado Patrimonio de la Humanidad en 1983 como la fortificación más grande construida por españoles en el Nuevo Mundo, y el San Felipe del Morro, que protege la entrada marítima a la isla.

Martínez tiene 52 años y dos socios, Ruth Quiñones y Rafael Silva. A los tres los escogió la Junta Comunitaria para amasar este proyecto de economía social que entregará un 10 por ciento de las ganancias a La Perla, finalizado cada año de ventas. Luce feliz. Se pasea por detrás de la vitrina. Con una tenaza de aluminio acomoda los panes sobaos y los de agua sobre las bandejas. Cuenta que la idea surgió hace dos años, que no sabe si el dinero fue federal o no, pero que el municipio se los donó y que el resto, los hornos, el entrenamiento y el material para trabajar, lo dio Manuel Cidre, el empresario que preside una de las franquicias panificadoras más importantes de la 'Isla del encanto', Los Cidrines.

Explica que a los perleros o perleños, como quieran llamarlos –no se molestan por eso– siempre les tuvieron un… Duda en cómo decirlo para que no se oiga muy feo, hasta que encuentra el término que define su sensación: 'como una marginación'. Lo reconoce mientras se limpia las manos salpicadas de harina y azúcar.

No es el único que se siente así, pues Ángel Marcano, el presidente de la Junta Comunitaria, asegura que ser de ahí es como un sello, uno de esos por los que te tachan cuando intentas buscar empleo. Pero que no todo es malo, a pesar de que hace unos veinte años bajar era un riesgo, pues los traficantes de droga controlaban la zona y disparaban al aire cuando acechaban extraños, policías y periodistas.

FIN DEL ESTIGMA. Separados por apenas un par de cuadras, Martínez desde la panadería –que no podía tener otro nombre sino La Perla– y Marcano desde el centro comunitario, coinciden en que el estigma se acabó, quieren que este sea un destino turístico. Dicen que abrieron sus murallas, que ahora la gente baja y queda encantada. Incluso, que del Viejo San Juan llegan a comprarles pan porque dicen que es más barato.

Hay muchos gatos. Se duermen sobre los techos. Van de la playa al cementerio, el Santa María Magdalena de Pazzis, donde reposan los cuerpos de figuras como el compositor Tite Curet. Por la noche regresan al poblado y se comen los huevos que encuentran por ahí, no los de la panadería, sino los de las gallinas que no tienen rumbo, las que improvisan nidos afuera de las jaulas en las que intentan criarlas.

Entre la calle Tuburcio Reyes, la principal del sector, y la muralla, que tiene más de 40 pies de altura, viven cerca de 350 familias. El horizonte es el mar. El resguardo, la pared de piedra. Es como un entorno paralelo. Tres hombres que merodean por el Viejo San Juan los llaman 'los de abajo', como si se tratara de otro tipo de puertorriqueños. Como si su sangre no fuera tan roja como la de ellos. Como si no merecieran colgar en sus puertas la bandera de una sola estrella.

No los obsesionan los números. Martínez dice que por día hornean todos los panes que pueden. Que lo que más venden son las mallorcas rellenas. Que las hacen de jamón, queso, pavo, pernil, pastrami, de lo que quieran… De tuna fish, pollo, de bistec… Que los toman con refresco, Coca Cola, jugo o Malta India, la que es hecha en Puerto Rico. Una botellita cuesta 60 centavos.

Abren a las cuatro de la mañana y cierran a las ocho de la noche. Al menos eso es lo que intentan, porque las últimas veces vendieron hasta las 10. Se rotan los turnos. Rafael entra a las cuatro de la mañana, Ruth una hora después y Abraham a las 12 del mediodía. Saben que este negocio tiene su encanto, su 'levadura', con la que pueden 'subir', pues en la isla hay empresas que envían pan a Estados Unidos.

EL PAN, SÍMBOLO DE UNIÓN. Sobre por qué montar una panadería y no otro tipo de negocio, Abraham cuenta que a través de la Junta Comunitaria dieron varias ideas, pero encontraron en el pan un elemento de unión, pues creen que es como la madre en una casa, la que llena. Y tienen razón, porque desde la prehistoria estos pedazos de masa se convirtieron en algo esencial, tanto así que en Roma, por ejemplo, había hornos públicos para que los cocinaran.

Pero como en La Perla no hay hornos públicos, había que buscar la excusa para que los negocios más populares no fueran solo los talleres de mecánica y para que lo único que reuniera al pueblo no fueran los conciertos dominicales de bomba y plena. Parece mentira, pero ahora los perleros se reúnen en torno al pan. Los perros saludan desde los balcones y sus dueños, compran pan.

'Dile que fuiste a La Perla y pelao te han dejao', se escucha desde el patio de una casa de tablas. Es una estrofa de Calle luna, calle sol una de las canciones más conocidas de Héctor Lavoe. Años atrás, lo humeante no eran las mogollas, eran las calles, las armas, los tiroteos. Años atrás, los que correteaban no eran los gatos detrás de las gallinas, sino los policías detrás de los jíbaros. Años atrás, el negocio más caliente de La Perla era el tráfico de drogas, pero ahora también lo es la venta de pan.