Un cielo despejado, soleado y azul se imponía sobre Nueva York en la mañana de ese martes, 11 de septiembre, cuando Katya Varela Barragán, una cartagenera radicada en Nueva York desde 1985, salió de su casa ubicada en Long Island, en el tren 7, hacia su lugar de trabajo en Manhattan; a solo 20 minutos del World Trade Center. Un par de horas después, ese mismo cielo se llenaría de humo y las cenizas mancharían de gris los recuerdos de la fecha que partiría en dos la historia de Estados Unidos.
No hubo nada que indicara que ese día, antes de las 12 m, se cometería en Nueva York el ataque terrorista más grande en la historia de la Tierra de la Libertad. 'El cielo estaba bello y soleado', recuerda Katya, 'iba en el tren hacia Manhattan cuando escuché a un señor, que se acababa de subir, contarle a otro que su amiga que trabajaba en la torre 1 del World Trade Center, y con la que acababa de perder la conexión telefónica, le había dicho que un avión se había estrellado contra una de las torres. Enseguida le pregunté si había sido un avión comercial, pues trabajaba para una aerolínea, y llamé a una de mis compañeras para confirmar. El señor, muy amablemente, me dijo que desconocía ese detalle y de repente la conexión con la oficina se cayó', añadió Varela.
La cartagenera alcanzó a llegar a la oficina ubicada en la calle 45 con la 5ª avenida, sin embargo, todos estaban alerta a las actualizaciones sobre el incidente que mostraba por televisión la Torre Sur del World Trade Center en llamas y cubierta de una nube gris. A las 10:28 a.m., el segundo avión estrelló la Torre Norte e inmediatamente se encendieron las alarmas. 'Se nos pidió a todos que abandonáramos el edificio; y lo hicimos sin pensarlo dos veces, pero con calma. Hablé con mi esposo, quien me dijo que me quedara donde estaba, pero no podía quedarme en la oficina y decidí salir con el resto de mis compañeros. En la calle, eso parecía un éxodo. Sí había caos, porque todos queríamos salir de la isla, pero no pánico'.
Uno a uno sus compañeros fueron recogidos por sus familiares, mientras ella sola entre la multitud de gente, se dirigía hacia el puente de Queensboro, en la calle 59, dejando atrás el humo, los gritos y todo lo que dejó el ataque a la segunda torre. 'Yo iba ensimismada tratando de seguir las instrucciones de los oficiales de seguridad, pensando en mi esposo y mis hijos, con quienes no había podido comunicarme, cuando de repente los desgarrantes gritos de un señor que venía en dirección opuesta cubierto en cenizas me llegaron al alma y me hicieron caer en cuenta de lo que estaba pasando', recuerda Katya con la voz entrecortada.
'Ese día pude comprobar de qué estaba hecho el corazón de los neoyorquinos. Mientras en el ambiente había mucha soledad y confusión, algunos civiles se mostraron solidarios con los agentes que dirigían el tránsito. Unos los ayudaban en su labor, otros les llevaban agua y alimentos. En el puente, muchas personas que tenían carros grandes, recogían a desconocidos para llevarlos a donde necesitaran. La tragedia nos unió'.
'Una vez crucé el puente me senté a llorar. Mi familia no había llegado a recogerme ni podía comunicarme con ellos' contó Katya. 'Me sentí sola y me senté en el andén. De repente una señora, que también era colombiana, se acercó y me preguntó qué me pasaba. Le conté y muy amablemente se ofreció a llevarme hasta mi casa en Long Island en el carro de su hijo que se encontraba a una cuadra de donde estábamos. Me dejó en mi casa, me encontré con mi familia y lastimosamente a esa señora no la volví a ver'.
15 años después del derrumbe de las Torres Gemelas, esta colombiana dice que su corazón 'se arruga' cada año al ver el homenaje que se les hace a las víctimas, pues 'aún se siente la tristeza y desolación'. 'Lamentablemente vivimos en un mundo en donde el odio ciega a las personas y las insensibiliza'. Esta es la última reflexión de Katya sobre un día de verano que empezó con un gran sol y hoy es una mancha gris en la historia de Estados Unidos.