Con el fango hasta las rodillas, Valeria de Alcántara intenta cortar con un hacha las extremidades retorcidas de un manglar impregnadas de petróleo: asegura que es la única forma de salvar este ecosistema de la costa nordeste de Brasil, del que dependen numerosas familias que viven de la pesca, como la suya.
'Si corto esta parte contaminada, en cuatro o cinco meses la rama se recupera porque el manglar avanza, tiene vida', afirma, mostrando un gajo bañado en su extremo inferior por una brillante capa de crudo.
Desde el 30 de agosto, cientos de playas ubicadas a lo largo de más de 2.200 km del exuberante litoral brasileño han recibido enormes manchas viscosas de crudo, que llegan con la marea y se depositan en la arena, en piedras y arrecifes.
El 21 de octubre fue el turno del municipio de Cabo Santo Agostinho, 30 km al sur de Recife, la capital de Pernambuco: el petróleo subió incluso por el río Massangana hasta el manglar, un tipo de bioma tropical que se encuentra en la desembocadura de los ríos, donde se mezclan el agua dulce y la salada.
Al igual que los arrecifes de coral, los manglares son sistemas ecológicos muy frágiles, donde se reproducen y dan sus primeros pasos numerosas especies de mariscos y peces que luego continúan su vida en otras aguas.
Unos diez días después de la marea negra, Valeria sigue angustiada, porque muchas raíces y partes del sedimento orgánico donde se alimentan los cangrejos permanecen contaminadas.
En sus 37 años de vida, nunca vio algo así.
Su rutina 'cambió radicalmente'. Tuvo que sustituir la pesca –de la cual se alimentan y obtienen el sustento su marido y sus hijas- por la limpieza del ambiente, junto a otros pescadores y vecinos. El apoyo brindado por las autoridades no es suficiente para la dimensión del desastre, asegura.
'Quien protege el medio ambiente y el manglar somos los pescadores', reivindica.
-Pescadores sin clientes
La pesca está paralizada incluso en lugares donde hasta ahora no se ha detectado petróleo, como en Recife, debido a versiones sobre la contaminación de las aguas.
'Pero todavía no tenemos una respuesta concreta de algún científico que afirme que realmente está contaminado', alega Sandra Lima, presidenta de una asociación que aglutina a unos 1.500 pescadores, en el barrio Brasilia Teimosa.
Allí, varias embarcaciones de madera permanecen encalladas desde hace días en un pequeño puerto.
Severino Barros fue a pescar y vuelve con una montaña de peces pargos rojizos, que sabe que irán directo al congelador. 'Este pescado viene de altamar, está apto para el consumo. Pero no tenemos a quién vendérselo', lamenta.
Miedo al olvido
Edileuza Nascimento acumula en las arrugas de su rostro curtido por el sol la dureza de ser marisquera: con 63 años, esta descendiente de negros e indígenas, de baja estatura, pasa entre una y dos horas por día sumergida en un agua turbia, rascando la orilla y el fondo de sedimentos donde se incrustan los mejillones y berberechos.
En el horizonte, al otro lado del ancho canal donde desaguan varios de los ríos que atraviesan Recife, rascacielos finísimos cortan el paisaje del casco antiguo.
'La vida del pescador es muy difícil', cuenta, sin interrumpir el trabajo que aprendió con su madre cuando tenia apenas cuatro años y que enseñó a su hijo.
En seis décadas de oficio, ha visto cómo el mar tragó su humilde barco en medio de una tempestad y pasó penurias financieras al no poder pescar durante épocas lluviosas.
Pero 'esta vez está siendo muy difícil, el petróleo ya fue demasiado. Vino para acabar con las familias de pescadores', dice a la AFP con el agua hasta el cuello.
Con una mano escarba los sedimentos y con la otra sostiene un cajón de feria donde coloca los mariscos. Tras descartar el barro, los mejillones muertos y la basura, los lleva a casa para higienizarlos, hervir su carne y congelarlos para vender.
Así logra complementar con unos 300 reales su jubilación, equivalente a un salario mínimo (998 reales, USD 250). Pero desde que el derrame llegó a Pernambuco, sus ventas cayeron.
Además de pasar largas horas al sol, Edileuza tiene las manos surcadas por heridas de jeringas, vidrios, metales y otros objetos peligrosos que las personas arrojan al río ('sillas, bicicletas', enumera).
Mientras los líderes sindicales negocian con las autoridades la ampliación de subsidios para poder mantenerse a flote en los próximos meses, Severino teme que su situación caiga nuevamente en el olvido.
'Cuando viene la prensa, [los políticos] vienen, dicen que van a resolverlo. Pero después se olvidan. Aquí en Brasil es así: olvidamos todo'.