Ni palmeras ni arena fina. Ante unos desconcertados pingüinos, cuerpos casi desnudos se zambullen en las gélidas aguas de la Antártida, un confín hasta hace poco reservado a la investigación científica y al que ahora llegan turistas, con el riesgo de precipitar su metamorfosis.
'Se siente como si te clavaran cuchillos. Estuvo muy bien', dice, aún entumecido, Even Carlsen al salir del agua a apenas 3° C en la isla Media Luna, en la punta de la península antártica.
Alrededor, enormes bloques de hielo dignos de un paisaje de ciencia ficción flotan en un mar de aceite. En la orilla, un equipo médico vigila a los bañistas.
Para saciar la sed de novedades de una clientela adinerada y seducida por la idea de conocer lugares amenazados por el cambio climático, el llamado turismo 'de última oportunidad', los cruceros se aventuran en rincones cada vez más remotos y vírgenes.
El continente de todos los superlativos --el más frío, el más ventoso, el más seco, el más remoto, el más desierto, el más inhóspito--, la Antártida, tan estéril como llena de vida, es hoy uno de esos destinos.
Para muchos es la última frontera. Una frontera que debe alcanzarse a toda costa antes de que desaparezca tal como es ahora.
'No es una playa típica, pero es genial', agrega Carlsen, un barbudo noruego de 58 años, después de su 'zambullida polar' en el paralelo 62 sur.
Él es uno de los 430 pasajeros del Roald Amundsen, el primer buque de propulsión híbrida del mundo, que navegó hasta el océano Antártico apenas unos meses después de salir de los astilleros en Noruega.
Un equipo de la AFP estaba a bordo, invitado junto con otros periodistas por Hurtigruten, la compañía propietaria del barco.