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El patrullero Álvaro Enrique Ríos Luna estaba en el centro del patio de la estación ubicada en el barrio San José. Veía a sus compañeros recibiendo las consignas para salir al turno y todo parecía estar bien. Eran exactamente las 6:43 de la mañana. 

Los patrulleros Márquez y Cano estaban cerca, también Ureña y otros 41 más. A su derecha e izquierda estaban todos ellos, con el mentón en alto, de espaldas a los tres muros que los guardaban y atendiendo las instrucciones que les daba el subteniente Chacón en aquel pequeño lugar. De repente, de la esquina trasera izquierda del patio sale Sebastián, su hijo. 

El pequeño se pasea por el frente de cada uno de los miembros de la estación. De haber dejado algún rastro, sus huellas hubiesen formado una línea recta que completaría el cuadrado imaginario. En ese momento, todos lo veían, pero solo Álvaro sabía lo que estaba a punto de ocurrir. Entonces, corre. Corre lo más rápido que puede y se lanza sobre el maletín. Entonces, explota y el patrullero Ríos se despierta del sueño.

'Ese tipo de pesadillas son algo muy recurrente en las noches luego del atentado, por eso no puedo dormir y me toca estar medicado. Por esta fecha suele aumentar la dosis', asegura Ríos, horas antes de que se cumplan dos años de uno de los pocos ataques terroristas que se han registrado en la historia reciente de Barranquilla.