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A las 10 de la mañana del 28 de enero de 2001 la fiesta estaba por terminar en El Pozo. Lucy Uriana no paraba de bailar con un primo. La música era lo único que se oía en la ranchería donde desde la noche anterior celebraban el cumpleaños de un familiar.

Casi todos los asistentes habían sido vencidos por el sueño, después de haber disfrutado de la celebración donde reinó el licor y el chivo, plato típico de los guajiros.

El baile acabó abruptamente cuando sonaron los primeros disparos: siete hombres armados bajaron de una camioneta y mataron a diez hombres y a tres mujeres.

Con amargura, Lucy relata los hechos con detalles porque fue la única sobreviviente. Durante la celebración no había bebido y eso le permitió ser testigo de la masacre perpetrada en la vereda ubicada a dos kilómetros del casco urbano del municipio de Hatonuevo, el sur de La Guajira.

Por segundos escapó de la muerte porque alcanzó a correr hacia el monte cuando los asesinos hicieron los primeros disparos al aire.

'En ese momento miré el carro que llegaba, vi que sacaban las armas por las ventanas y me asusté mucho', narra Uriana.

En pánico, sus piernas, que minutos antes estaban dedicadas al baile, le sirvieron para buscar una ruta de escape.

'Pasé por encima de mi papá que ya estaba muerto, después busqué a mis dos hijos pequeños y pasé por encima de mi mamá, a quien no pude salvar', explica la mujer cuya fortaleza es admirada por los suyos porque se quedó a vivir en el lugar de la masacre hasta hace un año cuando le dieron una casa en Hatonuevo.

ESCENA DE HORROR

Han pasado 15 años desde entonces y Lucy Uriana no olvida ninguno de los trágicos momentos vividos, en especial uno: su pequeña hija de 13 años le dijo que tenía sangre en el cuerpo y se dio cuenta de que había recibido dos balazos.

'No pude hacer más nada, sino esperar en los matorrales, sin hacer ruido, hasta que todo pasara', cuenta entre lágrimas.

En su relato dice que no sabe cuánto tiempo pasó, pero que cuando oyó que el vehículo se alejaba bajó nuevamente a la ranchería para ver a quiénes habían matado. 'Cuando llegué me volví loca: vi a mi papá y a mis hermanos muertos, y a mi mamá sentada como si estuviera ida'.

Lo que vino después pasa por su mente como una película de terror que no quiere volver a ver. Entregó a su hija para que la llevaran a un hospital y su mamá fue ingresada a otro centro asistencial. De la lista de víctimas hacían parte sus padres Víctor Epieyú y Carmela Paulina Uriana; sus hermanos José María, Alfonso, Roberto, María Angélica y Margarita, esta dos menores de edad. También unos primos y cinco invitados a la fiesta, identificados como Milton Uriana; Ildeber de Armas, el único alijuna (no wayuu); Lisandro Pérez; Ramón Gouriyú; Robinson Ipuana y Robinson Ortiz.

NO FUE CONFLICTO DE CLANES

La vereda El Pozo integra ahora el resguardo indígena wayuu Rodeíto El Pozo, del cual también hacen parte las comunidades de Yaguarito y Rodeíto. Las tres tienen unos 700 habitantes, explica Esnaider Ortiz Arpushana, líder del resguardo.

Familiares de las víctimas recuerdan que este siempre fue un lugar tranquilo y a la vez concurrido porque es un sitio turístico. Allí los Uriana Epieyú tuvieron sus primeros terrenos en 1990. Cerca está El Cumbre, una finca familiar de 52 hectáreas ubicada en la zona montañosa conocida como La Sierra.

Los hombres de la familia pastoreaban y sembraban maíz; las mujeres se dedicaban a los oficios del hogar y a tejer. Solo bajaban a El Pozo a buscar víveres y a vender los productos que sembraban, pero la presencia de los grupos armados al margen de la ley comenzó a cambiar todo.

'Siempre se veían hombres extraños que iban armados, por lo que todos sentíamos miedo, pero nunca pensamos que esto iba a suceder', dice Eliecer Uriana, hermano de Lucy.

Tras la masacre las autoridades informaron de inmediato que se trató de un hecho 'producto de la guerra entre dos clanes wayuu', versión que hoy rechazan tajantemente los familiares de las víctimas. Denuncian que la presencia de paramilitares era evidente en esa época y señalan que ninguno de ellos tenía problemas con otras familias.

VERDAD DISTORSIONADA

Lideresas de la etnia que hacen parte del movimiento Sütsüin Jieyuu Wayúu (Fuerza de Mujeres Wayúu), quienes llevaron a cabo una investigación, aseguran que 'la masacre fue producto de una incursión paramilitar'. Llaman la atención sobre que la lógica del ataque 'no respondía a los códigos de honor y de guerra wayuu' y manifiestan que 'si en su momento no fueron desmentidas las versiones oficiales fue por temor'.

Jazmín Romero Epiayu, Diana Carolina Figueroa Romero y Rosa Marcela López elaboraron un informe producto de esta investigación en el que indican que 'los actores o grupos ilegales trataron de desviar una verdad que se vive en Colombia: el conflicto armado'. Sostienen que para desviar u ocultar la verdad, los responsables dirigieron la atención de la sociedad hacia otro tipo de justificación o explicación a fin de que se creyera que la masacre fue cometida por los mismos wayuu.

El informe indica que en la cruenta incursión violaron asuntos inherentes a la etnia, como, por ejemplo, la forma del ataque, la cantidad de muertos sin selectividad y el que le hayan disparado a quienes no estaban armados. El antropólogo wayuu Weildler Guerra Curvelo sostiene también que violaron una norma como fue la de no matar niños ni mujeres.

Quince años después la masacre solo ha tenido reconocimiento como tal y los familiares fueron aceptados como víctimas apenas el año pasado después se una intensa lucha que aún no termina. En El Pozo quieren que 'se sepa toda la verdad', pero también exigen que haya justicia.

'Esto nos dejó un gran vacío. Hubo un rompimiento con nuestro territorio, con el tejido social y en nuestra familia que quedó sin la columna vertebral que eran nuestros padres', asegura Eliécer Uriana y lamenta que han tenido que vivir con esa versión de que fueron sus hermanos wayuu los autores del múltiple asesinato.

'De una u otra forma han debido investigar y nunca lo hicieron, por eso queremos que se sepa realmente lo qué pasó', enfatiza.

Después de la masacre los Uriana Epieyú abandonaron sus viviendas. Unos emigraron a Venezuela o se fueron a otras regiones de Colombia o a otros resguardos indígenas. El Pozo fue vendido, sin embargo Lucy y su familia siguen llegando año tras año a conmemorar la fecha trágica. No olvidan.