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Jean dice que no vio entrar el cross de izquierda que lanzó el poderoso noqueador argentino Jesús Cuéllar. 'Entró como un torpedo por encima de tu brazo derecho y estalló justo en tu mandíbula. Hizo salpicar el sudor de tu cabeza rapada', le expliqué días después de ese terrorífico nocaut en Buenos Aires, Argentina.

Como si hubiera sido fulminado por una descarga eléctrica, ‘El Evangelista’ dobló las rodillas. Sus brazos descolgados, inertes, el mentón clavado en su pecho y escurrido en una esquina neutral del ring, presagiaban un trágico fin. Pero se levantó trastabillante y caminó sin rumbo por el cuadrilátero.

El coliseo hervía, repleto de aficionados que levantaban sus puños y gritaban como si quisieran hacer sentir una sola voz que bramaba muerte. Era como un monstruo de mil cabezas que motivaban al campeón para que rematara al desubicado boxeador monteriano Jean Sotelo.

'En medio de todo, lo sentí. No fue una voz, porque yo no tenía claro lo que oía, pero el Señor me ordenó que me levantara, y lo hice, pero no veía nada. Todo me daba vueltas y los gritos de los aficionados argentinos los sentía dentro de mi cerebro como cuando tú estás dentro del agua. Ni siquiera supe cuándo me tumbaron otra vez y se acabó la pelea en el mismo primer asalto', recuerda ahora.

Jean ‘El Evangelista’ Sotelo sufrió un terrible nocaut de manos de Jesús Cuéllar, en Argentina.

Doce días después lo encontré entrenando a marcha forzada en el coliseo Bernardo Caraballo, de Cartagena. 'Minutos después de ese nocaut, me relajé, entré al camerino y oré por un rato. Le agradecí al Señor por haberme permitido salir con vida. Dos días después, todavía con un zumbido en mis oídos, estaba oficiando como pastor en mi iglesia Palabra de Vida, que abrí hace cinco años en Bogotá. La sede principal de la Iglesia está en Panamá', dice, con mirada apacible.

Y lo interrogo: '¿Pero, cómo puedes conciliar la violencia propia de un deporte como el boxeo con la divinidad de ser pastor en una Iglesia Evangélica? Nadie entiende eso'.

Me miró con mucha paciencia, dándome a entender que esa respuesta la había dado mil veces antes y dijo con tono paternal: 'Dios no está en contra del deporte, porque el deporte es unión, alegría y amor. En el boxeo yo siempre me voy a enfrentar con hombres iguales que yo, con el mismo peso, las mismas condiciones, los mismos sueños, los mismos deseos. Son riñas parejas en un deporte que sigue siendo noble por los hitos que inspira la competencia', asegura.

Y agrega: 'Dios está en contra de la violencia callejera. Esa que tiene origen en el mal, esa que mata y agrede sin razón. Fíjese: yo siento que él maneja mis combates y mis entrenamientos, que me habla cuando estoy peleando. Siento mis derrotas, pero no me duelen y gozo en su nombre cuando gano una pelea. Muchas veces me preguntan lo mismo y respondo que esta es mi misión y seguiré en ella', responde, tajante.

Ciertamente, este hombre no tiene el fuego en la mirada que identifica el espíritu violento de todos los boxeadores. Es más, muchos dicen que él no parece pertenecer a este mundo de olor a pecueca, saliva, sangre, sudor, llanto, necesidad y lágrimas. 'La gente se equivoca con él porque no habla duro y no promete que va a matar a sus contrincantes en las ruedas de prensa previas a los combates, pero dentro del ring es difícil verlo: se vuelve un fantasma y te tapa a golpes', dice Hernán Cifuentes, un seguidor de Sotelo en Cartagena.

En el entrenamiento, entonces, se nota que Jean Sotelo es un pastor evangélico en cuerpo ajeno. Ante su ayudante de entrenamientos, un hombre enorme, torneado en músculos tatuados, que bufa como un toro cuando lanza terroríficos golpes, se devela la diferencia de hombre como boxeador. No rehúye el combate, salta con elegancia frente a su contrincante y desaparece en fracción de segundos del sitio donde el sparring lanza el último golpe. Cuando aparece, ya viene con fuertes cross y ganchos de izquierda y derecha contra su oponente.

'Con Cuéllar me equivoqué. Tenía planeado boxearlo (rodearlo y contraatacar sin dejarse tocar), pero me encontró muy frío y me golpeó. Ese joven pega muy duro y se acabó la pelea. Era una oportunidad buena para ir por el campeonato mundial', rememora con un dejo de tristeza.

La pasión de Jean por el boxeo nació en Montería cuando apenas tenía ocho años. 'Me encontré en un gimnasio a Miguel Happy Lora entrenando y entré a verlo. Quede alucinado por su elegancia en el cuadrilátero. Era fino, elegante y destructor. Después, como por un imán, regresé a entrenar a diario, solo para verlo, y comencé a pelear como aficionado. Gané varios torneos y en 2000 decidí saltar como profesional. He sido tres veces campeón nacional en los pesos gallo y pluma y dos veces campeón de Fecarbox en los mismos pesos. Lo de la misión pastoral llegó a los pocos días de estar entrenando y no quise renunciar al box; ahora hago los dos trabajos que más me gustan', precisa.

Jean Sotelo Martínez, a sus 37 años, no pelea por necesidad, como la mayoría de los gladiadores. 'No. Yo peleo para ganar un escenario dentro de mi misión pastoral. Cuando llego a un coliseo, por lo general me meto entre la gente, reparto dulces, y hablo con los fanáticos de la Palabra Divina. Esa es mi iglesia natural. Dentro del ring soy otro porque voy a enfrentar a un hombre igual, pero la pelea de fondo mía es con los aficionados. Para la muestra, mire –abre su maletín deportivo—: esta es mi Biblia personal. La llevo a los entrenamientos porque la de los servicios es más bonita', dice y muestra sus dientes perfectos en una sonrisa.

Por eso no piensa en el retiro. 'En mi carrera como boxeador he ganado y he perdido (su récord es de 31 peleas, 18 ganadas –10 por nocaut–, once derrotas y dos empates), pero mi entrenador personal, Dios, no me ha ordenado que deje el boxeo y no lo voy a hacer hasta después de los 40 años. Me siento un ‘pelao’ que disfruta de la palabra de Dios y eso me da fuelles para seguir luciendo mi hermoso sobrero vueltiao en todos los escenarios del mundo', sentencia.

Jean Sotelo utiliza las multitudes que atrae el boxeo para evangelizar. En su maletín siempre hay una biblia.

Una queja para el pastor. El dialogo con el boxeador-pastor es interrumpido por una discusión agria, que distancia a dos hombres en una esquina del gimnasio Bernardo Caraballo. ‘Kid Rapidez’, ex boxeador negro de talla descomunal, que se pasa la vida enseñando a los prospectos sin más salario que los sueños de fabricar un campeón mundial, recrimina a Aristides Pérez, una promesa del peso mosca que peleó horas atrás doce asaltos de sangre en Panamá y regresó a Cartagena sin un peso en sus bolsillos. Gastó varios millones en el juego de las maquinitas en un casino de ese país.

'Me lo dijo la misma mujé tuya. ¿Dónde está la plata que te ganaste? Di la verdad. Te la gastaste en maquinitas. ¿Usted cree que eso es bueno, pastor?', acusa ‘Kid Rapidez’ con fuego en sus ojos.

La mirada de Sotelo cambia. Interviene en el conflicto y, con palabras paternales, impropias de un hombre que ha viajado a Japón, Panamá, Argentina y México repartiendo y recibiendo golpes, levanta la mano. No para descargar un golpe. El joven jugador, sudando a chorros por la arrinconada de la que es objeto, deja de discutir con su entrenador.

Sin que nadie lo note, el pastor Jean emerge del cuerpo sudoroso de Sotelo y se apropia de la situación. Dice con voz paternal: 'Aristides, ¿eso es cierto?. Esas son cosas que no le gustan al Señor y tampoco a ti. Son jugadas del demonio, que te quiere derrotar. No te dejes, eres hijo de Dios y debes combatir al demonio'. Esto pone fin a la actitud díscola de ambos.

Cuando ya nos despedíamos de todos, Aristides Pérez conversó en un rincón a solas con Jean Sotelo. El Pastor me miró a lo lejos y guiñó un ojo, haciendo señas con un dedo arriba: 'Acaba de ganar otro combate. Está feliz porque ganó una pelea espiritual después de haber sido noqueado físicamente hace dos semanas en Argentina', me dice ‘Kid Rapidez’ al oído.

Rodeado de estrellas

En un sector de su iglesia en Bogotá, Jean Sotelo Martínez tiene un gimnasio en el que trabaja como entrenador deportivo de personalidades como Marcela Carvajal, Marcela Mar, Karol Márquez y Róbinson Díaz.