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Raquel forma un capullo con las manos para proteger la llama de la vela que acaba de encender. Agachada en la terraza de su casa, ya ha prendido 10 sobre el andén de cemento, pero la que trata de mantener fervorosamente con vida tiene para ella una gran importancia: es la que va a mantener a Campo de la Cruz seco y al agua del río Magdalena contenida por el Canal del Dique.

El 5 de diciembre hace 4 años, Raquel de León, una mujer de un metro con sesenta centímetros de estatura y cabello entrecano hasta los hombros, tuvo que dejar su casa en la calle 13 del barrio San Pedrito, en el municipio de Campo de la Cruz, en el sur del departamento del Atlántico.

Ella, al igual que otras 120.000 personas, fue víctima de la ruptura del dique el 30 de noviembre de 2010, en la vía que de la carretera Oriental conduce al municipio de Santa Lucía, 3 kilómetros antes de llegar a esta población.

Balanceándose en una mecedora mientras sorbe una taza de tinto humeante, en esta madrugada sin nubes, Raquel recuerda que, hasta donde la memoria le alcanza, en sus 69 años de vida nunca ha dejado de celebrar la fiesta de la Inmaculada Concepción.

(Ver galería: Así se vive la noche de las 'Velitas' en la Región Caribe)

Ni siquiera la tragedia que sumergió a su pueblo impidió que el 8 de diciembre de 2010 prendiera varias bujías de cera en Cascajal, corregimiento de Ponedera, municipio en el oriente del Atlántico.

En la vivienda donde se sentía 'extraña y desubicada', cada llama que ardió esa día de las velitas fue por dos motivos: uno en acción de gracias porque su familia 'estaba a salvo' y otro por 'la esperanza de regresar pronto' a su casa.

El 26 de marzo de 2011, más de tres meses y medio después de haberle huido a la catástrofe, Raquel regresó a su hogar. El techo, podrido, se había desplomado; una cantina con tres mesas de billar y servicio de restaurante que poseía también se le había dañado.

Toma otro sorbo de tinto para tragar las dolorosas evocaciones, pero unas lágrimas mojan sus mejillas mientras con voz entrecortada afirma que 'todo se fue a pique'. Hoy enciende las velas con ocho nietos que le ayudan a rearmar los pedazos de su vida.

Día de tradiciones. Son las 4 de la mañana en Campo de la Cruz. A excepción de algunos borrachos que van buscando sus hogares haciendo eses, las calles del municipio están desiertas. El alumbrado público y la luna llena son los únicos que lo iluminan.

A medida que nace la mañana algunos habitantes se asoman al umbral de sus puertas. La calle 13 es una de las más activas. Un grupo de no más de siete niños está reunido alrededor de un adulto que recubre un coco con trapos y que asegura con alambre. El hombre procede a humedecer la figura ovalada en gas, le prende fuego y la suelta en el corrillo.

Los chicos, niñas y niños entre los 8 y los 10 años, empiezan a patear la ‘bola de candela’ por la vía destapada, en medio de las risas de los adultos que asisten al espectáculo.

Esta tradición, aunque peligrosa, está arraigada en la cultura de la provincia. Durante el día de las velitas 2014, en Colombia 63 personas resultaron quemadas, tres de ellas en el Atlántico. Ninguna en Campo de la Cruz.

Martín Martínez es un hombre alto, delgado y con músculos fibrosos que se distrae observando a los chicos. A sus 50 años asegura que ha visto muchas cosas 'pero nunca una inundación' como la que padecieron.

'El agua llegó tan arriba que solo se veían los techos de las casas', explica Martínez y estira los brazos por encima de la cabeza para mostrar hasta dónde subió.

Por el boquete de 240 metros que se abrió entraron 2.000 millones de metros cúbicos de agua que anegaron 35.000 hectáreas. Los municipios afectados fueron Suan, Santa Lucía, Manatí, Candelaria, Repelón, Luruaco (Arroyo de Piedra), Sabanalarga (La Peña y Aguada de Pablo) y Campo de la Cruz.

Martínez trabaja en albañilería, eso le ha dado un aire duro y resistente. Al mencionar el llanto y el dolor de los vecinos que se resistían a abandonar 'sus vidas' a merced del agua comienza a frotarse las manos una contra otra, en un ademán nervioso.

'Mis papás no querían irse. Un tío casi se ahoga', expresa, y le pasa una caja de fósforos a su esposa para que encienda las velitas, agradecido por continuar con la tradición en su hogar.

Un desastre latente. Otra afectada fue Leidys Caballero, un ama de casa de 19 años. A su corta edad vivió una tragedia que aún le cuesta recordar.

'Eran las 12 de la noche cuando nos despertamos con el agua a la rodilla', declara Leidys mientras le pasa una vela a su hermano para que la encienda unida a una plegaria para fortalecer el dique.

Para ella el desastre está ahí latente. 'Cada vez que el río se crece nos ponemos en alerta. Es un miedo que queda presente', declara con nerviosismo, como si temiera que en cualquier momento el agua comenzara a correr otra vez por su cuadra.

'Hay personas que bromean con que el pueblo vuelva a inundarse. No resistiríamos otra desgracia igual', sentencia Leidys con el rostro ensombrecido por la rabia.

Una diáspora bíblica. 'Un día como hoy estuvimos exiliados', rememora Gloria González, una modista de 58 años.

La calle 11, donde tiene una casa que comparte con 7 familiares, está ahora adornada con un camino de faroles y árboles de Navidad arreglados con luces de varios colores.

'Para esta época en el 2010 pasábamos en Johnsons (lanchas a motor) pero no se reconocían las calles ni los barrios. Con mi familia nos fuimos a Barranquilla', reconstruye Gloria.

Por eso con los vecinos decidieron embellecer su calle, como una conmemoración a la 'diáspora bíblica' por la que tuvieron que pasar.

Al igual que Raquel de León, Leidys Caballero y Martín Martínez, Gloria encomienda cada vela que enciende a proteger a su familia. Son pilotes de fe para fortalecer el dique y que la tragedia no regrese a sus vidas.