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A simple vista, El Boliche no es más que una zona deprimida del Centro de Barranquilla, en la que ofertan y venden de todo; o una plaza atestada de camiones que descargan productos comestibles, que traen de otras regiones de la Costa; o una terminal de buses intermunicipales que viajan a pueblos del Magdalena y Bolívar, que producen un ruido infernal con sus cornetas y motores.

Pero, más que todo lo anterior, en esa área de casas viejas y calles inseguras, por las que día a día miles de compradores, propios y extraños, transitan entre bicitaxistas, coteros, carretilleros, indigentes y vendedores estacionarios que casi todo lo invaden, se formaron leyendas que se resumen en una simple frase: 'Si no lo reparan en El Boliche, no lo hacen en ningún lado'.

El mítico sector urbano, donde existe la creencia de que trabajan los 'ingenieros sin título' más 'creativos y audaces del mundo', está ubicado entre las carreras 38 y 40 y desde la calle 17 a la 30.

Por años, la gente del común ha alimentado esta leyenda con historias sobre 'milagrosas reparaciones' de piezas de aviones, submarinos y trasatlánticos que encontraron la solución a sus problemas metalmecánicos en algunos de los pequeños talleres que funcionan junto a sitios de prostitución, restaurantes improvisados o casetas que ofrecen todo tipo de repuestos.

Mejor que la original

Incluso, los mismos avezados torneros, mecánicos o soldadores que han aprendido sus oficios viendo y practicando sobre la marcha, que llevan décadas trabajando en este sector, echan a correr historias como la de la reparación de una 'pequeña pieza' que era imposible conseguir por estas latitudes, pero en El Boliche la, 'hicimos nueva y quedó, vea, mejor que la original', comenta Guido Hurtado Jr.

Enfundado en un uniforme que ha perdido su color original por la grasa vieja que lo cubre, él es uno de los jóvenes mecánicos que ha heredado esta tradición también de manera empírica. Junior esconde entre sus manos callosas los secretos que desearía más de un ingeniero mecánico de cualquier prestigiosa universidad.

Sentado en el fondo, Guido Hurtado observa el trabajo de uno de sus hijos en uno de los tornos de su taller.

Con el sonido de las máquinas zumbando de forma rítmica, su padre, Guido Hurtado Guzmán, uno de estos veteranos ‘médicos del hierro’, con más de 40 años laborando en inmediaciones de la plaza, recuerda mejores épocas en el negocio. Natural de Soplaviento, Bolívar, a orillas del canal del dique, llegó a los 15 años a El Boliche. Era ayudante en uno de los talleres y entre los hierros y las máquinas se fue quedando para el resto de su vida. 'Llegué en el 55. Esto era completamente distinto a lo que ves ahora', dice con añoranza. 'Esta –asegura– es mi vida, porque no estoy tranquilo si no estoy moviendo hierros'.

Con certeza, Hurtado dice que en Barranquilla 'no se vara' ninguna máquina: 'Aquí, o se la arreglamos o se la hacemos nueva', sentencia para explicar que ellos fabrican tornillos, roscas, estrías, bases o piñones. 'Lo que se necesite', insiste.

De sus recuerdos desentierra el caso de un barco varado en la ribera de Palermo, Magdalena, por el daño de la cremallera del aceite del motor. 'Aquí hicimos dos piezas, la que los desvaró y el repuesto', cuenta el tornero propietario del taller industrial Guido HC.

Vida entre tornos

Con nostalgia, entre tornos universales, prensadoras, prensas hidráulicas, taladros, cepillos limadores y máquinas de soldadura, Guido Hurtado lamenta que la plaza 'hoy no se entiende' y rememora que 'antes estaba despejada, limpiecita', tanto que 'en los buenos tiempos aquí juagábamos bola e’ trapo'.

Ahora, admite, que hay 'problemas con los ‘chirris’ (indigentes y drogadictos)' y la inseguridad. 'El Boliche –opina– se ha venido acabando'.

En años anteriores, todos los días, los clientes llegaban a buscar sus servicios para reparar desde un motor de carro hasta uno de camión o tractomula. En un día productivo podían ganarse, en arreglos o piezas nuevas, hasta $300.000, hoy, a duras penas, produce unos $100.000.

'Toca salir a las empresas a buscar los clientes porque la gente no quiere meterse para acá', explica Hurtado Guzmán. Y llama la atención que por la falta de clientes 'muchos talleres' han desaparecido, al punto de que hoy, entre los más veteranos y los nuevos, hay unos 20 cuando antes había unos 35 o 40. 'Mi idea es que mis hijos no dejen acabar el negocio, que no desaparezca. A mí lo que me gustaría es morir entre mis hierros', confiesa.

El piloto Alemán

Entre las deprimidas calles bolicheras atestadas de chatarras y baratijas cuentan la historia del piloto alemán al que, desesperado por el daño de un componente del motor de su avión, le hablaron de El Boliche y ahí le reconstruyeron la pieza para que continuara surcando los cielos y volver a suelo teutón.

Con su cabello poblado de hebras plateadas, parecidas a las virutas de metal que saltan en cada trabajo de su pulidora, José Antonio Velasco, 74 años, conocido como ‘el Nene’, enseña parte de su piel cobriza tostada por el sol. En cada una de las arrugas que pueblan su rostro se marcan los años y la experiencia adquirida entre las chispas de soldadura con las que también lleva unos 50 años lidiando.

Rogelio Galán trabajando en su taller, donde lleva más de 40 años entre tornos, prensas y hierros.

El submarino

Como es uno de los más antiguos, Velasco va más allá en el anecdotario de las hazañas que han logrado. 'Una vez, como en 1968, vinieron unos tipos, de esos raros que tienen sus negocios, y en uno de los talleres les hicieron unas piezas para desvarar un submarino', asegura; y 'saca pecho' cuando señala que los clientes buscan al personal de El Boliche porque 'aquí se hacen piezas con las medidas exactas', dice el soldador de ojos desgastados, como lavados por su oficio.

Recuerda que llegó a El Boliche a los 16 años como ayudante de su padre y de local en local fue aprendiendo el oficio que le permitió casarse y sacar adelante a sus 6 hijos. 'El trabajo ha sido duro en mi Boliche del alma', destaca y dice que 'lo llevo en el corazón' a pesar de las transformaciones negativas que él ha presenciado.

En el Boliche ganan un porcentaje por lo que hacen y otra de sus frases de batalla es que nunca le dice no a un trabajo. 'Se busca la forma de hacer la pieza; es que con la maquinaria que tenemos ahora ninguna pieza es imposible de hacer', explica Velasco.

El ‘Nene’ fiel a lo que ha vivido durante cinco décadas no duda en decir que de su taller saldrá solo 'directo a la 50 con 33, al cementerio Calancala'.

Los chinos

Javier Camacho es otro de los que pertenece al ejército de mecánicos que aquí se reinventan la vida trabajando el hierro y otros metales. Refresca su gaznate seco con una cerveza fría, mientras recuerda que en más de una ocasión, en el taller de Pacheco que es uno de los más reconocidos, les ha tocado rehacer y reparar piezas de barcos de China o Jamaica.

Un 23 de diciembre, cuenta, llegaron unos tripulantes chinos con su traductor. Estaban apurados pues necesitaban 6 ejes y unas arandelas de teflón. El barco lo tenían atracado en la Zona Franca.

'Camellamos duro casi 24 horas y les entregamos su trabajo, el patrón cobró como $7 millones', expresa.

Pedro Donado, cliente esporádico de los talleres del Boliche, dice que va a comprar piñones para molinos. 'Uno viene porque es más rápido y económico', destaca.

Al igual que Donado, el gerente seccional de la agencia naviera Naves SAS, Carlos Llanos, dice que a embarcaciones extranjeras les ha tocado utilizar los servicios de los mecánicos del Boliche para que hagan 'algunas piezas desgastadas', un piñón, un buje, una estrella, etc.

'Esto lo hacen cuando la pieza no se puede conseguir en un almacén local o el extranjero', admite Llanos y recuerda que por años 'los mecánicos del Boliche han llevado la fama de ser los mejores ingenieros del mundo'.

Cualquier pieza

De acuerdo con el ejecutivo de Naves, en el Boliche cuentan con una metalmecánica con la que pueden hacer cualquier pieza en metal. 'El ingenio allí es de admirar. Además, el entorno que los rodea es repuestero, hay almacenes de repuestos por todas partes, para carros, maquinaria pesada, motores, en fin', agrega Llanos.

Estos mecánicos ‘arreglalotodo’, pertenecen a una extraña especie de ‘alquimistas de la modernidad’ que no buscan entre los hierros la transmutación de los metales impuros en oro, ni la mítica piedra filosofal, si no ganarse el luchado pan de cada día.

Con su trabajo se han ganado una fama a pulso, manipulando sus ruidosas máquinas, enclaustrados entre grises paredes embadurnadas de aceite, las mismas que han sido testigo silentes de sus pequeñas hazañas. Esas mismas que en las calles de Curramba se vienen repitiendo de punta a punta, de barrio a barrio, a través de ‘radio bemba’ convirtiendo a estos hombres sencillos de uñas engrasadas y manos rústicas, en pequeños héroes de nuestra cotidianidad.