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Parte de los peldaños y las rejas de hierro que dan hacia la iglesia de San José son el hogar de Teby Maury Mizriky. Sobre la meseta de cemento hay una caja de embolar que lleva el nombre de su madre, una mesa de madera y una bolsa con sus tres únicas mudas de ropa. En una de las columnas del enrejado está escrito el nombre de Bety, su compañera. Una discapacitada cognitiva que rescató – dice - hace 16 años de un basurero mientras era violada, y a quien bautizó con las siglas invertidas de su nombre.

'Yo no quiero nada. Sé que estoy en deuda con Dios, pero quiero algo es para esa viejita', comenta el barranquillero de 60 años sobre la calle 38 con carrera 39A, frente al Cai de Policía del parque de la Independencia, Centenario o también conocido como San José.

A las 7:15 de la mañana comienza a limpiar el primer par de zapatos del día, sus manos callosas y con viejas manchas de betún se esmeran en la pulida. Luego retoma el tema que interrumpió hace un momento: su única familia en la plaza, además de Bety, es la Policía.

'Aquí me han robado hasta lo que no tengo, pero ellos me han dado una mano, no me juzgan, ¿sabes?', afirma, seguido de un largo silencio sin quitarle la mirada al zapato.

Día

En los alrededores de la plazoleta los primeros en levantarse son los perros que, apenas rompe el alba, salen a buscar comida y agua. Para ellos es un lugar afortunado: hay restos de alimentos en algunas esquinas llenas de residuos y agua en los patios de los dos parqueaderos aledaños. Algunos van en manada en medio de las calles y otros recorren los andenes, serpenteando el sueño de varios indigentes. Individuos que adormecen sus necesidades hasta las siete y ocho de la mañana, mientras poco a poco se instalan cuatro emboladores y cinco vendedores de tinto frente a la reja que resguarda el parque y el acceso a la biblioteca departamental Meira Delmar, patrimonio cultural y educativo de la Nación.

Este espacio, que según la olvidada toponimia de Barranquilla se sitúa entre las calles Caldas y Las Flores, y entre la avenida de los Estudiantes y la carrera Ricaurte, será remodelado dentro del circuito de plazas del Centro Histórico, que gestiona el Distrito por un valor de $1.889 millones. El proyecto consiste en quitar el cerramiento de la plazoleta e integrar los elementos emblemáticos del sector: la iglesia, patrimonio distrital mediante Resolución 746 de 2005, la biblioteca y el antiguo colegio San José, hoy Instituto Técnico de Comercio de Barranquilla. Comprende la rehabilitación de la estatua de La Libertad, la construcción de zonas verdes, la recuperación de andenes, mobiliario urbano, el piso en adoquín peatonal y vehicular, la iluminación tipo LED, entre otras intervenciones. El Distrito estima una recuperación de 6.500 metros cuadrados de espacio público y residentes de la calle, como Teby, comienzan a prever la perdida de los pocos metros donde duermen.

'Esto hoy es un jardín no una plaza' - indica Gustavo Taborda, egresado del colegio San José - 'La parte más alta era el templo y la escuela, y había que descender por unas gradas hasta aquí, que era una plaza cementada'.

El ovejero de 76 años acaba de recorrer cinco cuadras para llegar a la biblioteca. Se sienta en una de las bancas de cemento de la plazoleta y señala que antes no había las más de 20 especies de árboles que hoy se pueden contar en el lugar. Troncos de roble, mango, palmera, coral, ceiba, laurel y mamón están sembrados en el parque, donde algunos transeúntes desayunan bajo sombra o descansan entre 10 y 20 minutos antes de continuar con las labores. Los gatos y los perros callejeros juegan entre los arbustos, mientras una empleada de la biblioteca limpia el atrio lleno de semillas y excrementos de aves. La estatua de La Libertad, donada por la colonia sirio libanesa y palestina en conmemoración de los cien años de la Independencia (el 20 de julio de 1910), se ve sucia y fisurada en uno de sus brazos. Según los visitantes del parque, hace rato no le hacen mantenimiento.

En la entrada que da con la calle 39, Walter Ballen, conductor de la empresa de buses Coolitoral, hace migajas un pan de mil pesos para alimentar a cientos de palomas y algunos escurridizos gatos del sector. Con cada hora parece que la plaza adquiere más vida. El silencio y la soledad van desapareciendo de las vías con el paso de los carretilleros y los buses. Una grúa del Tránsito frecuenta la zona con vehículos inmovilizados y, varios pasos atrás, conductores enojados y preocupados por la sanción.

En la esquina de la calle 38 con carrera 39, un grupo de siete taxistas parquean contiguo al parque. Allí, un rebaño de caminantes se reúne con los conductores a charlar sobre lo que leyeron en las noticias o vieron en los programas de televisión de la noche anterior. Hacen referencia al aumento de los impuestos, a las próximas contrataciones del Junior y a las inmovilizaciones de vehículos que hace la Policía una cuadra arriba.

Los dos casinos, el bar de stripers y el billar que quedan al otro lado de la calle 38 aún no abren. En la tarde - comentan - estarán llenos de clientes como la panadería de la cuadra. Pero mientras el sol baña la plaza, ninguna de las estudiantes del Técnico se sientan en ella. Ninguna ni por equivocación. Corren deprisa hasta la entrada del instituto o de la biblioteca sin mediar paso.

Teby dice que hace muchos años los jóvenes dejaron de apropiarse del parque por su deterioro. Tal vez en 1940, cuando algunos barranquilleros charlaban de la ciudad con residentes italianos, franceses y judíos en el parque, el ambiente intelectual atraía a los jóvenes. Tal vez un recién llegado cataquero, estudiante del entonces colegio San José, salía de la biblioteca a darle una última hojeada al libro de turno.

En ese colegio, promovido por los jesuitas, Gabriel García Márquez escribió para ‘Juventud’, la revista institucional, sus aventuras en la ‘Segunda División’: el grupo de estudiantes de primero, segundo y tercero de bachillerato con los que compartió el Nobel. Escritos como Crónica de la Segunda División, Instantáneas de la Segunda División o Desde un rincón de la Segunda están enmarcados en las vivencias juveniles de Gabo y su grupo.

Noche

Bajo la luz de la luna los árboles centenarios aún se ven adormilados, abanicando levemente sus ramas entre las sombras. La plaza es cerrada alrededor de las seis de la noche por la vigilancia privada de la biblioteca y sus alrededores parecen un preámbulo al crimen. Prostitutas, agentes de policía, borrachos y consumidores de droga son más notorios en los andenes y calles aledañas.

Guillermo Moreno, comandante del Cai, afirma, con acento ‘cachaco’ que la zona por lo general es calmada por la presencia de los uniformados. Que los fines de semana se presentan más riñas por borrachos y que los casos por hurto son una constante. Lleva un año dirigiendo los operativos en el sector y los nueve policías que lo acompañan en la jornada nocturna conocen los puntos críticos del Centro y sus personajes: Teby es uno de ellos.

Cuando lo saludan le dicen ‘Mono’ o lo llaman por su apellido, a lo que él responde con una 'bendición' o un 'mijito lindo'. El afecto que muestran los uniformados hacia el embolador parece no ser falso o interesado. Hace unos tres años, entre ellos, recogieron dinero para pagar la operación que curó la cataratas del ojo derecho de Teby. El único por el que ve y vislumbró que la Policía es hoy su única familia.

Son las nueve de la noche. El embolador encorvado en su taburete. Pule con su cepillo y betún las botas del comandante, en un movimiento casi militar de sus manos. Bety ya está durmiendo, así que pasará el resto de la noche hablando de su vida y la calle. Quizás logre limpiar un par de botas más antes de irse a dormir, pues cinco pares durante el día no dejan muchos dividendos. El servicio con agua y champú vale $1.000 y la embetunada $2.000.

Aún así pudo comprar una pequeña botella de Cocoanís, dice, para despejarse. El largo silencio vuelve a Teby, pero rápidamente explica que un poco de alcohol, quizás un poco de marihuana en sus pulmones, le ayudan a no pensar en los ‘chulos’ que tiene encima. Este hombre de cabello cenizo, mirada azulada y con cierto aire de abuelo alcahueta es un asesino. La primera de sus víctimas dice que fue producto de un problema de faldas y lo llevó a cumplir 19 años en la cárcel de isla Gorgona. Aquella en el Pacífico que en los 60 las autoridades decían que era imposible de escapar. Durante su condena, afirma, mató a dos más por 'sobrevivir' y el último aún no lo ha 'pagado'.

Las mismas manos con las que engrasa las botas del comandante Moreno, han accionado escopetas y manejado con sagacidad cuchillos.

Una mano criminal abrillanta una bota de justicia. Un análisis que no quiere que ronde su mente por mucho tiempo porque lo puede 'llevar al abismo'. Por eso evita dar detalles y en noches como hoy, en donde no puede conciliar el sueño, prefiere hablar con otros individuos que conviven con la plaza, como Zugey.

Tiene 37 años y trabaja con su cuerpo en la esquina de la calle 39 con carrera 39. Una prostituta de barriga y pechos prominentes, de blusa y short diminutos, cuyas carnes se desbordan con la gravedad.

'Esto lo hago por necesidad y no por placer como algunas. Llevo 20 años trabajando por aquí con mi cuerpo para sostener a mis tres hijos y a mi madre', comenta la mujer, seguido de una tímida sonrisa. Alrededor de la plaza San José el sexo se cotiza a la baja por lo que Zugey no es la prostituta menos agraciada del sector. Las hay obesas, de mirada perdidas, indigentes y hasta locas, y en promedio la tarifa varía entre $10.000 y $25.000, sin incluir los $5.000 de la pieza.

Teby la presenta como una 'guerrera', a quien la calle formó. Treinta minutos después saluda a 'Zapatico', un reciclador de 26 años que sucumbió ante la droga, pero que hoy desea volver con su familia para volver a empezar. Por la calle solitaria arrastra una bolsa negra con basura. El joven y el viejo coinciden en que han encomendado sus oraciones a San José. Miran hacia la cúpula de la iglesia la vieja figura del santo, amarrado con una cuerda para que no se venga abajo.

Pero Teby desvía su mirada hacia Bety, la razón de su esfuerzo diario. Sabe que sin ella, su vida tendría un vacío que podría ser llenado con la oscuridad de su alma. Que el hecho de encontrarla y hacer de la plaza San José su hogar, fue la mejor ‘pulida’ que Dios le pudo hacer a sus desviados pasos. Pero sabe que está en deuda con Dios y que debe pagar por sus actos. Que antes de irse de este mundo, Bety debe haber dejado la plazoleta y vivir bajo techo para convertirse en su redención.