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'Diga, por todos los medios, que las casas son para vivir dentro, pero será un buen arquitecto cuando las fachadas sean expresión de ello'. Le Corbusier (1)

Esta frase, escrita por el prolífico arquitecto suizo hacia 1942 y publicado en la revista Architectural Design en febrero de 1959 como complemento de su conocido ‘Mensaje a los estudiantes’, pareciera un homenaje a Manuel Carrerá y, de una manera muy particular, a su Teatro Santa Marta.

La medida elegancia de las fachadas de los edificios diseñados por Carrerá, en las que infaltables planos que se curvan hacia adentro dando cabida a porches, atrios y accesos y otros que curvándose hacia afuera albergan escaleras y conforman terrazas y balcones en diálogo fluido con planos y líneas rectas que avanzan y retroceden, anticipan espacios familiares pero sofisticados en su racional y, aparentemente, simple disposición. Esa relación -compleja y contradictoria, como diría Robert Venturi (2)- entre interior y exterior, entre volumen y espacio que cuando ha sido correctamente resuelta caracteriza a la buena arquitectura, es la que se manifiesta, a plena dimensión, en el edificio del Teatro Santa Marta.

El estado actual casi de ruina en que se encuentra el interior del edificio, que contrasta con la maltrecha pero aun imponente presencia de la fachada -como de condesa injustamente desheredada-, lejos de negar la contradictoria correspondencia entre la elaborada composición de la imagen externa del volumen y el estremecedor vacío del espacio, que por la inclemencia del tiempo y el olvido y por la necesaria acción de los responsables de su restauración, ha sido desprovisto de todo ornamento y de todo material aleatorio, la intensifica, la hace menos evidente y más dramática, menos cercana a los sentidos pero más esencial.

Las paredes y techos están deteriorados.

El detalle ornamental distrae. El espacio desnudo es arquitectura en estado químicamente puro. Recorrer -en la penumbra impuesta por el abandono- los angostos pasillos de servicio que percibimos finitos por la luz del final, subir -o bajar- las escaleras en caracol, matemáticamente compensadas, desprovistas del esplendor gratuito de la iluminación artificial pero con su modesta magnificencia puesta en evidencia por la fresca luz que se cuela por las celosías, desembocar en las generosas esperas de intermedios con su espacialidad de cilindros absolutos y sus minúsculas aberturas que además de luz y ventilación insinúan la relación con la calle o encontrarse con las terrazas que, directamente, proveen una conexión promiscua con la ciudad llena de vida y de vendedores ambulantes es volver a sentir, en cuerpo ajeno, la emoción estética que debió vivir Carrerá durante la construcción del edificio. Es como asistir a una visita guiada por el fantasma del Arquitecto en persona.

Y esa presencia esencial -que no puede habitar en ninguno de sus otros edificios, por la molesta interferencia de los vivos que los usan, y los abusan- se hace casi tangible, substancial, en el infinito y silenciosamente conmovedor vacío de la sala central, despojada de cielos falsos y de tramoyas, de reflectores y de telones, de sillas, de actores y de espectadores. El currucutear de las palomas -sus únicos y reales habitantes y centinelas- y el esporádico aleteo de alguna que se espanta, son la elemental pero suficiente coreografía que acompaña la aparición del fantasma que, fundido con la inmóvil nube de polvo dibujada por la intensa luz que se precipita desde el techo indolentemente roto, se prepara para hacer interventoría a las obras de restauración próximas a reanudar por la Alcaldía de la ciudad.

Porque, por una fortuna que le ha correspondido a muy pocos de los mejores edificios de la arquitectura nacional del siglo veinte, hay un plan –al menos hay un plan- de restauración del discreto, bello y significativo Teatro Santa Marta. Es un ejemplo raro en un país muy dado a considerar patrimonial, histórico y culturalmente valioso solo aquello que ha sido certificado por el paso de unos cuantos cientos de años, sin tomar en consideración su significación y su real valor estético. Un país indolente que ha permitido la demolición impune, en todas las ciudades sin excepción, de muchas de las mejores expresiones de su arquitectura moderna y reciente, para dar paso a un falso progreso que solo ha aportado fealdad, mal gusto y deterioro de la calidad espacial y de vida de sus habitantes.

En manos de la administración de la capital del Magdalena y de los contratistas a cargo queda la difícil tarea de recuperación de una gran obra de la arquitectura nacional del siglo pasado, y de una espacialidad capaz de emocionarnos serenamente. No de revestir de un falso esplendor a un edificio que nunca lo pretendió sino de restituirle la noble elegancia de contribuir al ascenso cultural de la Ciudad. Y de hacerlo bajo la estricta vigilancia del fantasma de Manuel Carrerá que rondará, sin duda ninguna, encarnado en cada uno de los samarios.

Oscar Angel Angel y Rossana Llanos Díaz

1. CORBUSIER, Le. Mensaje a los estudiantes de Arquitectura, p. 69. Ediciones infinito. Buenos Aires, 2001

2. VENTURI, Robert. Complejidad y contradicción en Arquitectura. Ed GG

Expertos

Oscar Ángel Ángel - Rossana Llanos Díaz

Docentes Investigadores de la Escuela de Arquitectura, Urbanismo y Diseño.

Universidad del Norte.